Era la tarde del 3 de mayo de 2018 cuando Leticia Rosino salió a caminar por el mismo camino rural que recorría casi a diario entre el polígono de Benavente y su pueblo, Castrogonzalo, en Zamora. Tenía 32 años, era una de esas tardes de primavera en las que el campo se ve tranquilo y el aire parece inofensivo. No era una excursión extraña ni un desvío improvisado: era la rutina de siempre, el paseo que muchos en la zona conocían. Esa noche, sin embargo, Leticia no regresó a casa y el silencio empezó a pesar demasiado rápido.
Leticia había nacido en Tábara y trabajaba en una empresa láctea de la zona, en Lácteas Cobreros, donde compañeros y jefes la describen como responsable, cariñosa y muy querida. Vivía en Castrogonzalo con su pareja y tenía ese hábito tan sencillo como humano de “despejarse” caminando al salir de la fábrica. Ese trayecto, a medio camino entre lo industrial y lo rural, con cunetas, taludes y la A-6 como telón de fondo, formaba parte de su vida tanto como el propio trabajo. Nadie imaginaba que ese tramo de tierra se convertiría en escenario de un crimen que marcaría a toda la provincia.
Cuando vieron que no volvía, su pareja y su familia dieron la voz de alarma de inmediato. No era una mujer que se “perdiera” sin avisar, ni que desapareciera de golpe de sus rutinas. La Guardia Civil organizó batidas nocturnas, se rastrearon cunetas, caminos y fincas cercanas, y el nombre de Leticia empezó a circular de móvil en móvil por toda la comarca. A medida que pasaban las horas, la palabra “desaparición” iba dejando paso al miedo a algo mucho más grave.
La confirmación llegó al día siguiente. El 4 de mayo, un trabajador local encontró el cuerpo de Leticia en una ladera próxima a una planta de residuos y a la autovía A-6, en las afueras de Castrogonzalo. El lugar era un descampado aparentemente anónimo, una zona de barranco y maleza donde el ruido de la carretera se mezcla con el silencio del campo. Los primeros datos hablaban de una violencia extrema, golpes en la zona de la cabeza y el cuello, y pronto se supo que la investigación apuntaba también a una agresión de índole sexual.
En pocas horas, la Guardia Civil detuvo a un primer sospechoso: un pastor de la localidad, conocido en el pueblo porque trabajaba precisamente en esa zona de campo. Su propio hijo adolescente, de 16 años, lo señaló en un primer momento, llegando a acusarlo de ser el responsable del ataque. Castrogonzalo, con apenas quinientos habitantes, se convirtió de golpe en un espacio de rumores, recelos y miradas cruzadas mientras los agentes seguían recogiendo pruebas en el paraje donde apareció Leticia.
Pero la investigación, lejos de quedarse ahí, dio un giro brusco. Las declaraciones del menor empezaron a mostrar contradicciones y los indicios forenses fueron dibujando otra historia. El foco dejó de estar en el padre y se centró en él: el hijo del pastor pasó de acusador a principal sospechoso. El Juzgado de Menores de Zamora ordenó su internamiento cautelar en un centro de menores mientras se analizaban ADN, huellas y el relato de lo ocurrido.
Los informes médico-forenses, que en un primer momento generaron cierta confusión sobre la existencia o no de agresión sexual, terminaron consolidando un relato durísimo: Leticia habría sido abordada cuando paseaba sola, sometida a una agresión sexual y, después, golpeada con tal violencia que perdió la vida allí mismo, en la ladera donde fue encontrada. No hubo oportunidad de pedir ayuda, ni testigos directos, ni margen para reaccionar. Era una emboscada en un camino cotidiano.
El juicio se celebró a finales de noviembre de 2018 en el Juzgado de Menores de Zamora, a puerta cerrada, como obliga la ley cuando el acusado es menor de edad. Fuera, decenas de personas se concentraban con pancartas, flores y un mensaje que se repetiría durante meses: “Justicia para Leticia”. Durante la vista, el joven de 16 años terminó admitiendo los hechos y reconoció tanto la agresión sexual como el ataque que le arrebató la vida a la joven.
El 13 de diciembre de 2018 llegó la resolución que muchos esperaban y que, al mismo tiempo, dejó una sensación amarga: la condena máxima prevista por la Ley del Menor. Ocho años de internamiento en régimen cerrado y cinco años de libertad vigilada, además de la prohibición de acercarse a Tábara y Castrogonzalo y el pago de una indemnización a la familia. Jurídicamente, no se podía imponer ni un día más. Emocionalmente, la distancia entre esos años y la vida perdida resultaba abismal para los allegados de Leticia.
Zamora salió a la calle. Cerca de 3.000 personas se manifestaron semanas después, en mayo de 2018, reclamando penas más duras para menores que cometan crímenes especialmente graves y una reforma profunda de la Ley de Responsabilidad Penal del Menor. Pancartas con el nombre de Leticia, velas, lazos morados y una idea que caló rápido: si alguien con 16 años es capaz de planear y ejecutar un ataque así, ¿tiene sentido que la respuesta penal quede limitada a poco más de una década de control?
Del dolor nació organización. La familia, con su madre Inmaculada Andrés al frente, impulsó primero una plataforma ciudadana y después una entidad estable: la Fundación Leticia Rosino Andrés, inscrita oficialmente en el Registro de Fundaciones en 2020. Sus fines van más allá del propio caso: apoyo a víctimas de violencia hacia mujeres, acciones educativas en centros escolares y una reivindicación clara, casi obsesiva, por cambiar la Ley del Menor en supuestos de agresiones muy graves.
Los años siguientes no apagaron la rabia ni la lucha. En entrevistas concedidas en 2021 y 2022, Inmaculada repetía una frase que hiela por su sencillez: “el chico que le hizo esto a mi hija saldrá en pocos años; Leticia está en un nicho para siempre”. La Fundación ha promovido libros como Mis ilusiones rotas, escritos junto a escolares de Zamora, organiza actos el 25 de noviembre y mantiene vivo el nombre de Leti en cada carrera solidaria, feria o concentración. Para su entorno, que la recuerden es una forma de que lo ocurrido no se normalice jamás.
Mientras, el caso de Leticia Rosino se estudia en foros jurídicos como ejemplo del límite máximo de la Ley del Menor aplicada a un ataque sexual seguido de homicidio, y del choque entre la necesidad de reinserción del agresor adolescente y la percepción social de que “la condena se queda corta” ante la magnitud del daño. En Castrogonzalo y Tábara, en cambio, la lectura es más sencilla: una mujer joven salió a caminar por un camino conocido y no volvió. Cada aniversario, las flores en el paraje del hallazgo y las velas encendidas son la verdadera hemeroteca del pueblo.
Hoy, el “caso Leticia Rosino” ya no es solo un expediente cerrado con autor identificado, confesión y sentencia firme. Es un símbolo de todo lo que estalla cuando la violencia irrumpe en un trayecto cotidiano, y de cómo una familia ha convertido la ausencia en motor de cambios, aunque estos lleguen lentos. Porque Leticia no buscó el peligro; el peligro la estaba esperando en el camino.
¿Cómo se asimila que alguien pueda vigilar la rutina de una persona, elegir el momento exacto en que está sola y arrebatarle la vida en cuestión de minutos en un tramo de tierra que todos consideraban seguro? ¿Y cuántas reformas pendientes, cuántos debates congelados sobre la Ley del Menor seguirán postergándose mientras otras familias, como la de Leticia, miran el calendario y ven que el tiempo avanza para el agresor… pero se ha quedado detenido para siempre para la víctima?
1 Comentarios
Hay que disfrutar de lo que se vota. PSOE, pues ley del menor. La culpa de los borregos de sus votantes.
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