Era su última noche en Byron Bay. Ocho meses de viaje comprimidos en una sonrisa tímida, una gorra gris y la ligereza de tener dieciocho. El 31 de mayo de 2019, Théo Hayez salió con otros mochileros al bar Cheeky Monkey’s; poco después de las 11 de la noche, seguridad lo echó del local por “aparente intoxicación”. Caminó solo, con destino al hostal Wake Up!, donde tenía pagada la cama hasta el 3 de junio y su pasaporte dormía en la taquilla. Tenía billetes para seguir a Sídney y volar a casa días después. Nunca volvió a su habitación.
Lo que sí volvió fue un rastro digital tan preciso como helado. El teléfono de Théo se movió hacia el sudeste, se detuvo unos siete minutos junto a las canchas de críquet del parque recreativo de Byron y tomó el Milne Track, adentrándose en el matorral del Arakwal National Park. Llegó a Tallow Beach y caminó hasta Cosy Corner, al pie de los acantilados del cabo. A las 12:05 am del 1 de junio, el GPS lo dejó clavado allí; durante casi una hora hubo actividad: YouTube, mensajes. A la 1:02 am el móvil perdió datos y reapareció a las 6:17 am. A la 1:47 pm del mismo día, la señal se apagó para siempre. Los registros celulares son consistentes con el teléfono en la zona alta del cabo, justo al norte de Cosy Corner.
Cuando la familia reportó su desaparición el 6 de junio, la búsqueda se desató por tierra y mar. Peinaron el cabo, el parque, la línea de acantilados. Y, sin embargo, el único objeto que emergió fue una gorra Puma gris idéntica a la que llevaba aquella noche, encontrada por voluntarios el 7 de julio en el monte detrás de Tallow Beach, exactamente en la ruta marcada por sus datos de Google. Nada de teléfono. Nada de ropa. Ni una huella más.
El sumario reconstruyó su última hora con una lupa tecnológica y otro tipo de silencio: el de las cámaras perdidas. La policía recuperó el CCTV de Cheeky Monkey’s —llegada, baile, salida del baño, expulsión, y esa marcha solitaria hacia Kingsley Street—, pero el hostal no conservó las grabaciones de la noche del 31: cuando las pidieron formalmente, ya se habían sobreescrito. La propia forense recomendó crear un registro central de cámaras en Byron Bay para que otra historia como ésta no se borre por encima.
Hoy, cinco años después, la recompensa oficial de 500.000 dólares australianos sigue abierta. Tal vez alguien vio con quién habló cuando dejó el bar. Tal vez alguien caminó ese sendero negro en paralelo a su sombra. Si conoces una pieza —por pequeña, vergonzosa o en apariencia irrelevante que sea—, es la noche la que te está esperando para que la sueltes. Porque a veces lo más aterrador no es la oscuridad de la costa, sino cuando la costa se traga a alguien… y no lo devuelve.
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