Era la tarde del 10 de marzo de 2007, en Vecindario, Gran Canaria. Yeremi Vargas, un niño de apenas 7 años, jugaba en un descampado cercano a su casa. Llevaba una camiseta roja y unos pantalones cortos. Su abuela lo vigilaba desde una ventana. Pero en cuestión de minutos, la vida de la familia cambió para siempre: Yeremi desapareció.
Lo que parecía un sábado tranquilo se transformó en angustia.
La abuela perdió de vista al niño durante unos segundos y, al asomarse de nuevo, ya no estaba. Sin huellas, sin rastro, sin objetos olvidados. El barrio entero salió a la calle para buscarlo. Llamaron a su nombre, recorrieron solares y carreteras, pero el silencio fue la única respuesta.
La noticia corrió como pólvora.
La desaparición de Yeremi se convirtió en un caso mediático que conmovió a toda España. Helicópteros, perros rastreadores, agentes de la Guardia Civil y cientos de voluntarios participaron en una búsqueda masiva que parecía no tener fin. El rostro sonriente del niño inundó televisiones, periódicos y redes sociales.
Durante los primeros meses, la investigación exploró todas las hipótesis: un secuestro, un accidente, incluso un rapto relacionado con pederastia. Sin embargo, ninguna teoría se confirmó. Cada pista terminaba en un callejón sin salida. El caso comenzó a estancarse, pero la familia no dejó de alzar la voz.
En 2012, los investigadores pusieron la mirada en Antonio Ojeda, conocido como El Rubio, un hombre con antecedentes por abusos a menores que vivía en la zona. Fue señalado como sospechoso principal, y en 2017 llegó a ser juzgado por la desaparición de Yeremi. Pero fue absuelto por falta de pruebas, dejando a la familia de nuevo en el vacío.
La investigación ha pasado por varias fases y reactivaciones, pero hasta hoy, no se ha encontrado el cuerpo de Yeremi ni una verdad judicial definitiva. Su madre, Ithaisa Suárez, y toda la familia han mantenido durante años la lucha por mantener su caso vivo en la memoria colectiva, organizando concentraciones y actos en su nombre.
El caso puso de relieve las dificultades en la resolución de desapariciones infantiles en España, especialmente cuando no existe un cuerpo ni pruebas físicas concluyentes. Yeremi se convirtió en símbolo de todas las familias que buscan respuestas frente a un sistema judicial que a veces avanza demasiado lento.
Yeremi tenía 7 años.
Le gustaba el fútbol, jugar con sus amigos y reír como cualquier niño. Ese día salió a divertirse cerca de casa, confiado en que en minutos volvería a merendar con su familia. Pero su risa quedó congelada en aquel descampado.
Porque a veces, lo más aterrador no es solo perder a alguien…
sino vivir con la herida de no saber nunca qué ocurrió, ni dónde está.
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