Salió de casa la tarde del 30 de abril de 2002 en Vigo para despejarse tras una discusión. Tenía 21 años —a punto de cumplir 22— y solía caminar por la zona de Samil. No parecía un trayecto peligroso. No volvió. Diez días después, Galicia entera repetiría su nombre: Déborah Fernández-Cervera.
El 10 de mayo su cuerpo apareció en una cuneta de O Rosal, a unos 40 km de Vigo. Estaba desnudo, lavado y cuidadosamente colocado, sin arrastres visibles, como si alguien hubiera “escenificado” un descanso imposible. La imagen —hojas dispuestas sobre el pubis y el pecho— dejó claro que no estábamos ante un hallazgo casual, sino ante una puesta en escena.
La autopsia y los primeros indicios forenses desmontaron cualquier coartada de azar: alguien introdujo semen de forma artificial en el interior del cadáver y dejó un preservativo cerca para simular una agresión sexual. Años después, esta conclusión se mantuvo como una de las pocas certezas del caso.
Entonces empezó la segunda tragedia: la investigación. Pruebas que se perdieron y reaparecieron con los años; un teléfono móvil que no estuvo disponible… hasta que afloró en 2022 durante obras en dependencias de la UDEV; un disco duro de Déborah formateado bajo custodia. Dos décadas después, el sumario seguía sacando a la luz legajos “desconocidos”: fotos, vídeos y oficios que nadie había incorporado en tiempo y forma.
La familia se negó a rendirse. Su impulso reabrió el caso en 2019 y logró una medida decisiva: la exhumación en mayo de 2021 para raspar uñas y buscar ADN que nunca se analizó en 2002. Aquel paso —junto con nuevas declaraciones y cribas genéticas— devolvió la esperanza de un giro.
Los laboratorios encontraron ADN masculino en restos recuperados y bajo una uña, pero el cotejo excluyó al exnovio. Otra pista apuntó a un antiguo vecino de la zona, sin que el perfil fuese concluyente. La verdad seguía deslizándose entre las manos del expediente.
A punto de prescribir (primavera de 2022), la jueza citó al exnovio como investigado para mantener viva la causa; dos años después, nuevas pruebas de ADN volvieron a descartarlo y el juzgado archivó. La familia, agotada, decidió no recurrir. En octubre de 2024 el archivo quedó firme: ni acusado ni condena tras más de 22 años.
Entre medias, otra bofetada: durante las obras en la comisaría, emergieron documentos y efectos vinculados al caso (incluido un móvil sin SIM), evidenciando que la cadena de custodia y la coordinación fallaron desde el principio. La hemeroteca de este crimen es también un catálogo de negligencias.
Hoy, lo que sí sabemos es poco y contundente: Déborah no murió donde la hallaron; alguien lavó y colocó su cuerpo e intentó disfrazar el crimen con un señuelo sexual. Lo que no sabemos —el quién y el cómo exacto— quedó sepultado bajo años de omisiones, cambios de equipo y decisiones tardías.
Quedan las preguntas que muerden: ¿Se perdió la ventana crítica de los primeros días? ¿Qué oportunidades de verdad se evaporaron cuando pruebas claves quedaron fuera de foco? ¿Cuánto pesa un archivo firme cuando lo que falta es justicia? Porque a veces lo más aterrador no es desaparecer en la noche… sino que, años después, el silencio institucional pese más que el crimen.
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