La madrugada del 1 de enero de 2019 en Costa Teguise (Lanzarote) dejó de ser fiesta para convertirse en ausencia. Romina Celeste Núñez, 29 años, nacida en Paraguay y con la ilusión de abrirse camino en Canarias, desapareció sin volver a cruzar la puerta de su casa. Su historia, la de una joven carismática que había llegado desde Ñemby para empezar de nuevo, se torció en cuestión de horas.
Su marido, Raúl D.C., dio la primera versión: una discusión, ella se marchó y no regresó. Sin embargo, la denuncia no llegó hasta el 7 de enero, una demora que ya encendió las alarmas de los investigadores. Cuando la Guardia Civil tiró del hilo, las coartadas empezaron a cambiar y la inquietud inicial se convirtió en sospecha fundada.
Interrogado, Raúl pasó del “no sé dónde está” al relato macabro: dijo haber encontrado a Romina muerta en casa y, en lugar de avisar, quemó restos y arrojó el cuerpo troceado al mar en distintos puntos del litoral de Lanzarote. Aquello no era preocupación; era ocultación deliberada. Para los agentes, la hipótesis del “hallazgo” nunca cuadró con los indicios de violencia previa.
La búsqueda se concentró en el mar de Costa Teguise. Días después, aparecieron restos orgánicos; semanas más tarde, el laboratorio lo confirmó: el trozo recuperado pertenecía a Romina. Era tejido pulmonar hallado en la playa de Las Cucharas, y el cotejo de ADN con su madre cerró cualquier duda “con un margen de error infinitesimal”. La isla contuvo la respiración: había verdad, pero no consuelo.
El caso avanzó entre registros y polémica. En enero de 2023, al cumplirse el tope legal de prisión preventiva sin juicio, la Justicia canaria ordenó su puesta en libertad a la espera de vista oral, una decisión que indignó a muchos y aceleró el calendario del proceso. Cuatro años de versiones cruzadas, un silencio pesado y la sensación de que la burocracia volvía a llegar tarde.
El juicio arrancó en junio de 2023 con un giro definitivo: el acusado admitió por fin los hechos “uno a uno”. Reconoció que mató a Romina y profanó su cadáver, tras años sosteniendo que solo se deshizo del cuerpo por miedo. La máscara se resquebrajó en sala: ya no había relato alternativo que soportara la evidencia.
El jurado popular lo declaró culpable por unanimidad de homicidio, maltrato habitual, dos delitos de lesiones, profanación de cadáver y simulación de delito. No fue un “accidente”; fue un crimen con un historial de violencia detrás, tal como subrayó la acusación.
La sentencia llegó el 9 de junio de 2023: 15 años, nueve meses y cuatro días de prisión. Desglosado: 12 años y medio por homicidio con agravantes de parentesco y género (y la atenuante de reparación del daño), 1 año y 9 meses por maltrato habitual, 6 y 9 meses por dos lesiones, 3 meses por profanación y multa por simulación de delito. La Audiencia de Las Palmas fijó así en números una violencia que ya tenía nombre y fecha.
Pero ninguna cifra devuelve una vida. En Lanzarote, el rostro de Romina se convirtió en pancarta, en vigilia, en marcha; y su nombre, en pregunta: ¿cuántas mujeres más necesitan que el sistema escuche antes de que sea tarde? El mar devolvió apenas un fragmento; la justicia, una condena. El vacío, en cambio, permaneció entero.
Recordarla es también aprender: ante señales de control y agresión, actuar —denunciar al 016, 112, AlertCops— puede ser la diferencia entre la amenaza y el crimen. Porque lo más aterrador no siempre acecha en una esquina oscura: a veces duerme al otro lado de la cama, practicando el silencio hasta la Nochevieja exacta en que decide no dejar testigos.
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