El “cráneo en la caja”: el caso de Castro Urdiales que convirtió la codicia en horror


 Febrero de 2019, Castro Urdiales (Cantabria). Jesús María Baranda, 67 años, banquero jubilado, deja de dar señales de vida. Su pareja, Carmen Merino, intenta sostener una rutina sin sobresaltos, mientras el entorno empieza a preguntarse por su ausencia. Lo que parecía una desaparición confusa iba a mutar en una historia difícil de creer… y de olvidar.

Septiembre de 2019: una vecina, a la que Carmen había entregado meses antes una caja diciendo que guardaba “juguetes sexuales”, decide abrirla. Dentro encuentra un cráneo humano envuelto y protegido para ocultar el olor. La Guardia Civil confirma el hallazgo, detiene a Merino y la investigación da un giro espeluznante. 

La pieza hallada pertenece a Jesús María Baranda. Desde ese momento, los agentes buscan el resto del cuerpo —sin éxito— y fijan los primeros extremos: desaparición en febrero, cráneo localizado en septiembre, ausencia de restos adicionales. El país bautiza el expediente como “el crimen de la cabeza”.


Los forenses constatan que hubo decapitación y que el cráneo fue sometido a una fuente de calor para desprender tejidos y retrasar la putrefacción. Ese manejo, sumado a otras maniobras de ocultación, encaja con una eliminación deliberada de pruebas. No es accidente: es violencia y encubrimiento. 

La línea de móvil aparece pronto: dinero. Merino había sido nombrada heredera universal de Baranda y se benefició de su posición tras la desaparición. La investigación dibuja una secuencia de control patrimonial que pesa —y mucho— en el relato acusatorio. 

Noviembre–diciembre de 2022: jurado popular y veredicto de culpabilidad por homicidio con agravante de parentesco; 15 años de prisión. Entre los indicios que reforzaron el caso, las búsquedas en internet sobre tiempos de descomposición y manejo de restos. El relato de la defensa no resiste la suma de pruebas.


La vía de recursos no la salva. En marzo de 2023, el TSJ de Cantabria confirma la condena; en julio de 2024, el Tribunal Supremo la deja firme, subrayando el carácter violento de la muerte y la decapitación del cadáver como parte del plan de ocultación. 

El capítulo civil llega en 2025: ante la demanda de los hijos de la víctima por indignidad para suceder, Merino se allana a no heredar la vivienda que Baranda le había legado, aunque discute devolver unos 21.000 € que los herederos atribuyen a extracciones tras la desaparición. La sombra del móvil económico se prolonga más allá de lo penal.

Pese a batidas y búsquedas en vertederos, el resto del cuerpo nunca apareció. El cráneo —único vestigio— fue suficiente para sostener la acusación; la ausencia material del resto es la cicatriz que persiste para la familia y para una comunidad que aún se pregunta cómo alguien puede guardar la cabeza de quien decía amar en una caja envuelta para regalo. 


El “crimen de la cabeza” es una advertencia seca: detrás de la desaparición anodina había planificación, codicia y una frialdad que hiela. ¿Fue todo calculado desde el principio? ¿Qué parte del rastro se borró para siempre? Porque lo más aterrador no es solo encontrar un cuerpo: es hallarlo troceado en una caja, entregada por la misma persona que debía cuidar de él. 

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