Nagore Laffage: la noche de San Fermín que España no pudo olvidar


 Era 7 de julio de 2008 en Pamplona. San Fermín marcaba el pulso de la ciudad cuando Nagore Laffage, 20 años, estudiante de Enfermería, conoció a José Diego Yllanes, médico residente en Psiquiatría. Entre la marea festiva, ella decidió acompañarlo hasta su piso. Un gesto cotidiano, el final esperado de una noche de fiesta… hasta que la puerta se cerró. 

Dentro del apartamento, Nagore dijo no. La negativa desató la violencia: golpes sucesivos —la autopsia acreditó fracturas y decenas de contusiones— y, finalmente, estrangulamiento. Minutos después, la ciudad seguía celebrando; en ese piso, la vida de una joven se había roto para siempre. 

A la mañana siguiente, Yllanes llamó a un amigo pidiendo ayuda: “he hecho algo muy malo”. Limpiaron, recogieron, intentó descuartizar el cuerpo y lo abandonó en Olóndriz, a unos 45 minutos de Pamplona. El rastro de la fiesta se convirtió en mapa forense. Fue ese amigo quien avisó a la Policía, precipitando la detención. 



El hallazgo del cadáver cerró la primera mitad de la pesadilla: ya no se buscaba a una desaparecida, sino a quien había intentado borrar un crimen con lejía y carretera. La investigación reunió la secuencia: agresión, estrangulamiento, limpieza, traslado. La narrativa del “perdí el control” nunca sostuvo lo que mostraban los hechos. 

El juicio llegó en 2009 con jurado popular. Siete votos eran necesarios para declarar asesinato; solo hubo seis, y el veredicto quedó en homicidio con agravante de abuso de superioridad. La condena: 12 años y medio de prisión. El Supremo la ratificó en 2010. La distancia entre la palabra “asesinato” y la etiqueta “homicidio” abrió una herida social que aún supura.

La respuesta en la calle fue inmediata y sostenida. Asun Casasola, madre de Nagore, convirtió el duelo en altavoz contra la violencia machista y la impunidad cultural del “arrebato”. Su voz, junto con el documental Nagore, fijó un antes y un después en la mirada pública sobre lo que ocurre cuando un “no” no es escuchado.



En 2017, a los nueve años del crimen, a Yllanes se le concedió el tercer grado; trabajó como psiquiatra en una clínica privada y, más tarde, pudo ejercer también en la sanidad pública. No todos los relojes avanzan igual: el de la condena siguió su curso; el de la memoria, para muchas, se quedó anclado en aquella puerta cerrada. 

Ya en 2024, la Audiencia Nacional rechazó su petición de “derecho al olvido” para que Google retirara noticias del caso: prevalece el interés informativo y la memoria de unos hechos con claro impacto social. La hemeroteca, decidió el tribunal, también es un lugar de justicia. 

Cada julio, Irún y Pamplona pronuncian su nombre. En 2025, Irun volvió a homenajear a Nagore con música, lectura y un coro que recordó lo esencial: ez beti da ez —no siempre es no—. La plaza se llenó de gente y de silencio, esa forma de respeto que, por fin, se escucha. 


Quedan preguntas que pesan: ¿cuántas veces más habrá que explicar que el “no” no admite negociación? ¿Qué mecanismos fallan cuando un hombre intenta rebajar un crimen a “pérdida de control”? Nagore no murió en un callejón oscuro: murió porque alguien decidió que su voluntad no valía nada. Y ese es el terror que aún recorre las calles cada San Fermín. 

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