Era la tarde del 17 de enero de 2019 en Zaragoza. Rebeca Santamalia Cáncer, abogada penalista de 47 años, salió de casa como cualquier día. Horas después, su nombre iba a convertirse en sinónimo de una falla sistémica que España no podía ignorar.
A la madrugada siguiente, la policía halló su cuerpo acuchillado en un piso del barrio de San José, domicilio de José Javier Salvador Calvo. El hallazgo encendió todas las alarmas: la letrada había sido asesinada en la vivienda de un hombre con un pasado criminal brutal.
El sospechoso no era un desconocido. Salvador Calvo había sido condenado a 18 años por el asesinato, en 2003, de su esposa Patricia Maurel, a la que mató a tiros con una carabina .22. Aquella condena quedó registrada como uno de los crímenes machistas más estremecedores de Aragón.
Pese a ese historial, en 2017 obtuvo la libertad condicional tras pasar alrededor de 14 años en prisión, contra el criterio de Instituciones Penitenciarias y de la Fiscalía. Ese acceso a la calle, fruto de un recurso estimado por el juez de Vigilancia, anticipó un desenlace que nadie supo impedir.
Después de matar a Rebeca, Salvador se suicidó: se arrojó desde el viaducto de Teruel. La sala del 091 cruzó de inmediato la desaparición de la abogada con el supuesto suicida; el rompecabezas encajó en cuestión de horas.
El golpe moral fue aún mayor por un detalle lacerante: Rebeca había ejercido su defensa en el procedimiento por el asesinato de 2003. Que su exdefendido la matara convirtió el caso en símbolo de una ironía cruel: quien trabaja por las garantías del sistema puede quedar desprotegida por ese mismo sistema.
El expediente dejó, además, preguntas serias sobre reinserción y control. En 2010, Salvador siguió un curso de rehabilitación para agresores, y en 2011 un juez le concedió el tercer grado contra el criterio de la prisión. Las piezas estaban en los papeles; el riesgo, también.
La muerte de Rebeca se contabilizó como feminicidio íntimo y sacudió de nuevo el debate sobre evaluación del riesgo en excarcelaciones de reincidentes violentos. Su nombre quedó en la estadística de 2019, pero su historia excedió cualquier cifra.
La abogacía y el movimiento feminista reaccionaron con homenajes y concentraciones. Colegios profesionales, medios y sociedad civil coincidieron en lo obvio: falló la protección, y falló para una mujer que dedicó su vida a proteger a otras.
Quedan las preguntas que no caducan: ¿pudo evitarse con un seguimiento más estricto de su agresor? ¿Estamos evaluando bien a quienes ya mataron antes de volver a ponerlos en la calle? ¿Cuántas Rebecas más harán falta para ajustar protocolos, recursos y control? Porque lo más aterrador no siempre es la primera vez que alguien mata… sino cuando lo hace otra vez y nadie lo detuvo.
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