Era la noche del 9 de octubre de 1999 en Mijas (Málaga). Rocío Wanninkhof, 19 años, salió de casa de su novio rumbo al hogar de su madre, Alicia Hornos. Nunca llegó. Tres semanas después, su cuerpo apareció con heridas de arma blanca y avanzado estado de descomposición en un paraje cercano de la Costa del Sol. España se detuvo ante un crimen atroz y un misterio que, pronto, se torcería en la dirección equivocada.
La investigación, desbordada por la presión mediática, miró al entorno más íntimo. La ex pareja de Alicia, Dolores Vázquez, fue convertida en sospechosa y, sin pruebas materiales que la situaran en la escena, un jurado popular la declaró culpable en 2001. Condenada a 15 años, Vázquez ingresó en prisión mientras muchos aplaudían un cierre precipitado. Había empezado la segunda tragedia: la del error judicial.
El caso ya tenía rostro y culpable… pero no verdad. Vázquez pasó 519 días en la cárcel hasta que la causa se vino abajo. Años después, sigue reclamando un perdón oficial del Estado por aquel linchamiento judicial y mediático que la marcó de por vida. La hemeroteca de 2025 lo recordó con crudeza: fue inocente desde el primer minuto.
Mientras una mujer inocente soportaba el peso de la culpa, el verdadero asesino caminaba libre. En agosto de 2003, Sonia Carabantes, 17 años, desapareció en Coín; su cuerpo apareció cinco días después. El ADN y la investigación apuntaron a un británico con antecedentes por violencia sexual: Tony Alexander King. Detenido en septiembre de 2003, su nombre encajó también en el puzle de Rocío.
La justicia empezó a reordenar la historia. En noviembre de 2005, King fue condenado a 36 años por el asesinato de Sonia (más pena por delitos conexos). Un año después, en 2006, fue hallado culpable de la muerte de Rocío y recibió 19 años de prisión por ese crimen. La cronología que nunca debió romperse quedaba, por fin, correcta: el asesino de Rocío era otro.
El daño, sin embargo, ya estaba hecho. El “caso Wanninkhof” quedó como ejemplo de cómo prejuicios (incluida la orientación sexual de Vázquez), prisa y ruido mediático pueden torcer una investigación. La sentencia contra King no solo castigó al culpable: expuso que el foco se había colocado donde no debía mientras el depredador repetía su patrón.
A la sombra de los titulares, quedaron detalles que hoy parecen imposibles: la ausencia de evidencia física contra Vázquez, la construcción de un perfil “verosímil” a base de conjeturas y el peso de una narrativa que confundió sospecha con prueba. Cuando apareció el ADN que vinculaba a King con el segundo crimen, la primera condena se reveló insostenible. Era tarde, pero era la verdad.
Desde entonces, el caso es también pedagogía: del valor de la ciencia forense, de la prudencia frente al juicio paralelo, y del deber de las instituciones de reparar a quienes son arrollados por el sistema. Vázquez pidió y sigue pidiendo perdón; la sociedad, que un día la señaló, lee hoy su historia con vergüenza y empatía.
Rocío y Sonia comparten más que un asesino: nos obligan a revisar cómo investigamos y cómo contamos el crimen. Que un culpable sea detenido después de otra muerte no es cierre: es aviso. Aviso de que las líneas de investigación deben resistir al ruido, y de que la duda razonable no es debilidad, sino salvaguarda frente al error.
Queda la pregunta que no se agota: ¿cuántas vidas se rompen cuando la justicia se apresura? Rocío Wanninkhof no es solo la joven a la que arrebataron el futuro; es la memoria de un proceso que enterró dos veces: en el crimen y en el error. Que su nombre —y el de Dolores Vázquez— nos recuerde que la prisa nunca compensa, y que sin pruebas, no hay culpables; con pruebas, no puede haber inocentes presos.
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