Lo que empieza como empujones se vuelve una cacería breve y brutal. Insultos, patadas, puñetazos, tirones de pelo. El suelo pegajoso de la barra se mancha de sangre. Uno de los agentes cae con la mandíbula fracturada y una pierna hecha astillas. Las mujeres que los acompañan son zarandeadas, acorraladas, amenazadas. Afuera, el aire frío no enfría nada: la ira se multiplica a gritos, y la madrugada se parte en dos.
El “caso Alsasua” nace esa noche, entre vasos astillados y móviles que laten sin cobertura. En horas, Navarra y España entera despiertan a titulares que no caben en una sola línea: agresión a dos guardias civiles, linchamiento en un bar, odio ideológico en un pueblo marcado por viejas sombras. Mientras los heridos entran en quirófano, la opinión pública ya ha elegido su trinchera.
La investigación salta a la Audiencia Nacional porque lo que ocurrió no huele a “pelea de bar”, sino a ataque dirigido. Declaraciones cruzadas, reconocimientos fotográficos, informes médicos, horarios, cámaras, coartadas: el sumario crece pegado a una pregunta incómoda —¿los golpearon por ser quienes eran o por lo que representaban?— y a otra aún más áspera —¿quién se atreverá a contarlo en voz alta en Alsasua?
El juicio llega con el ruido de la calle pegado al cristal. Dentro, peritos, forenses, lesionados. Fuera, pancartas que hablan de exceso punitivo y otras que piden que la palabra justicia no sea una figura retórica. La fiscalía ve planificación y motivación ideológica; las defensas hablan de versiones infladas, de una madrugada desbordada. Pero las fracturas, las amenazas y los insultos no son una opinión: están escritos en partes médicos y atestados.
La sentencia de la Audiencia Nacional condena a ocho jóvenes por lesiones, amenazas y desórdenes públicos con la agravante de discriminación ideológica. Penas de entre 2 y 13 años de prisión marcan el primer cierre judicial del “caso Alsasua”. No es terrorismo, dictan los jueces, pero tampoco un simple altercado: hubo selección de víctimas por su condición de guardias civiles. El mensaje queda fijado en blanco y negro.
El Tribunal Supremo revisa después el fallo y ajusta cuantías, pero mantiene el núcleo: culpabilidad y agravante ideológica. La fotografía final no es el titular de un día, es un álbum: víctimas con secuelas físicas y emocionales, condenados jóvenes, familias partidas, un municipio que se mira de reojo en sus propios escaparates. El odio, cuando se normaliza, deja facturas que nadie quiere pagar y todos terminan debiendo.
Mientras tanto, la vida se muda. Los agentes y sus parejas abandonan Alsasua. Cambian de calles, de cafés, de rutinas. El bar Koxka deja de ser un bar y se convierte en símbolo. Y la noche del 15 de octubre se queda pegada a cada conversación sobre convivencia, fuerzas de seguridad y memoria: un recordatorio de que un uniforme —visible o invisible— puede ser diana en la España del siglo XXI.
El SEO de la historia no cambia el fondo: “agresión en Alsasua”, “bar Koxka”, “condenas Audiencia Nacional”, “odio ideológico”, “Navarra 2016”. Son las etiquetas que ordenan el archivo; lo difícil es ordenar lo otro: la pedagogía de la convivencia, el coraje civil para no jalear linchamientos, la capacidad de decir “basta” cuando la muchedumbre se calienta y la noche huele a miedo.
¿Cómo se apaga un incendio que se alimenta de identidades? Con ley, con memoria, con vecinos que separan antes del primer puñetazo. Aquella madrugada no fue una pelea: fue un espejo oscuro. No los golpearon por lo que hicieron… los golpearon por lo que representaban. Y eso, en cualquier lugar del mapa, tiene un nombre que no admite excusas.
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