Yeremi Vargas: la desaparición que partió Vecindario (2007) — cronología, sospechas y un caso aún abierto

Vecindario, Gran Canaria. 10 de marzo de 2007. Tarde de juegos, calles tibias y ventanas abiertas. Yeremi Vargas, 7 años, pedalea su bicicleta amarilla frente a casa en el barrio de Los Llanos. Su madre lo mira a intervalos desde el interior. Un parpadeo, un ademán cotidiano, la vista vuelve al descampado… y el niño ya no está. La normalidad se quiebra en un segundo que nadie escucha.

En el suelo quedan la bici y una gorra, posadas como si el tiempo hubiese tropezado. No hay gritos, no hay huida a la carrera, no hay una sombra que lo explique. Solo un vacío en mitad de un descampado donde, unos minutos antes, la vida sonaba a risas y polvo. La desaparición de Yeremi Vargas, en Vecindario, inaugura un silencio que aún aterra.

La Guardia Civil activa un dispositivo gigantesco: batidas casa por casa, helicópteros, perros, pozos y naves, fincas, escombreras, barrancos. Drones antes de que los drones fueran cotidianos, carteles en aeropuertos y gasolineras, perfiles en televisión. El mapa de Gran Canaria se vuelve un tablero de búsqueda. El resultado es un eco: ni rastro del niño, ni una prenda, ni una llamada.


España se aprende su sonrisa por obligación. Vecindario se llena de manos anónimas, de velas y de promesas. Ithaisa Suárez, la madre, convierte el duelo en resistencia pública: ruedas de prensa, aniversarios, concentraciones. “Hasta el último día lo seguiré buscando”, repite. El país entiende que la esperanza también es un trabajo a tiempo completo.

Con los años, la investigación de Yeremi Vargas fija un nombre entre las sombras: Antonio Ojeda, “El Rubio”, con antecedentes por delitos sexuales contra menores y presencia en la zona aquel día. Testigos refieren comentarios y detalles impropios de un espectador. Se le detiene, se le interroga, su biografía encaja con demasiadas piezas del miedo.

Pero el sumario no encuentra el golpe definitivo: sin cuerpo, sin evidencia biológica concluyente, sin una cadena de prueba cerrada, el caso Yeremi no alcanza la condena. “El Rubio” es sentenciado por otro abuso infantil, no por la desaparición del niño. Años después, la justicia lo desvincula penalmente del secuestro y posible asesinato de Yeremi. La familia recurre, el dolor no se archiva.


El expediente sigue vivo. Nuevas cribas de llamadas, revisión de antenas, tecnologías forenses actualizadas, entrevistas reabiertas. Cada cierto tiempo, la Guardia Civil extiende otra vez el mapa, reanaliza lo que entonces era ruido y hoy podría ser patrón. Oficialmente, la desaparición de Yeremi Vargas continúa en investigación activa.

En el barrio, la escena permanece como un altavoz apagado: la curva, el descampado, la ventana. ¿Quién pudo acercarse tanto a un niño sin llamar la atención? ¿Hubo un coche, un señuelo, un rostro conocido? ¿Se llevó el mar, la tierra o una ruta de salida calculada lo que el país no ha podido encontrar en diecisiete años?

Yeremi ya no es solo un nombre propio: es un símbolo en la lucha contra las desapariciones infantiles en España, un caso que cambió protocolos, afinó alertas y enseñó que los “lugares seguros” también tienen huecos ciegos. En Los Llanos, una bicicleta amarilla es la memoria que no caduca y un juramento colectivo de no mirar hacia otro lado.


Porque aquí no faltó suerte: faltó verdad. La desaparición de Yeremi Vargas nos recuerda que el terror puede entrar por la puerta de casa sin romperla, y que la esperanza —cuando nace del amor— sabe sobrevivir al desierto. Hasta que aparezca una pista, una voz o un error, Vecindario seguirá esperando el regreso que el tiempo todavía debe.

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