Fernando Buesa y Jorge Díez: el coche bomba que sacudió Vitoria (2000) — atentado de ETA, cronología y legado

Vitoria-Gasteiz, 22 de febrero de 2000. Mañana fría, rutina de despacho y aula. Fernando Buesa, referente del socialismo vasco, camina hacia la Universidad del País Vasco. A su lado, Jorge Díez Elorza, ertzaina y escolta, ajusta el paso. A las 11:10, frente al instituto Fray Francisco, el suelo ruge: un coche aparcado estalla y convierte la calle en humo, metralla y silencio súbito.

La carga —amonal y fragmentos metálicos diseñados para matar— fue activada por el comando Ituren de ETA, que había vigilado los movimientos del dirigente durante días. La deflagración mata al instante a Buesa y a Díez, hiere a decenas de personas y destroza cristales de aulas y viviendas cercanas. El barrio queda tapizado de sirenas, tizne y carteles arrancados por la onda expansiva.

La elección del objetivo era un mensaje: golpear a quien defendía, sin ambages, la democracia, el Estatuto y la convivencia. Buesa era un político moderado, incómodo para los fanáticos porque proponía diálogo dentro de la ley y firmeza frente a la violencia. Sabía que vivía amenazado; eligió no esconderse. Jorge Díez, casado y padre, cumplió hasta el final el juramento de proteger.


La ciudad reacciona con un clamor contenido. Minutos después, emergencias, ertzainas y sanitarios blindan la zona; horas después, ETA reivindica el atentado. En los días siguientes, Vitoria y Euskadi entera salen a la calle: concentraciones silenciosas, manos en alto, la palabra paz ocupando balcones y plazas. Se inaugura un duelo que será memoria compartida.

La investigación policial reconstruye rutinas, mira cámaras, rastrea explosivos, desentraña pisos francos. Caen miembros de la célula y, con los años, llegan condenas por asesinato terrorista. La justicia pone nombres a la acción; la sentencia detalla vigilancia previa, colocación del coche bomba y detonación cronometrada al paso del objetivo. La sombra de la barbarie queda descrita con precisión forense.

Pero la vida civil responde con otra precisión: la del legado. Nace y se consolida la Fundación Fernando Buesa, que trabaja en memoria, convivencia y educación por la paz. La universidad, el instituto y la ciudad nombran plazas, levantan monolitos, guardan minutos de silencio. Cada 22 de febrero, la agenda cívica del País Vasco vuelve a esa esquina de Vitoria.


El impacto social trasciende el calendario. El asesinato de Buesa y Díez acelera una toma de posición ciudadana que, en los años siguientes, arrincona la épica del terror. Aumentan las voces que dicen basta, crecen redes de víctimas, se fortalecen pactos institucionales. El relato de “las dos violencias” se resquebraja: no hay causa que justifique colocar una bomba al paso de dos personas.

En las aulas cercanas al atentado, profesores recuerdan cómo aquel mediodía se llenó de cristales y miedo, y cómo después llegaron las tutorías silenciosas, las palabras difíciles, los abrazos. La educación —la misma que Buesa defendía— se convierte en herramienta contra el fanatismo: nombrar a las víctimas, explicar los hechos, desmontar los eufemismos.

Años más tarde, ETA anuncia el cese definitivo de la violencia y pide perdón a las víctimas que “nunca debieron haberse producido”. La sociedad vasca toma nota, pero no borra nada: el perdón no sustituye a la justicia ni al recuerdo. El vacío de Fernando Buesa y de Jorge Díez permanece, convertido en brújula: firmeza democrática, empatía con las víctimas, intolerancia al terror.


¿Cómo se derrota a quien pretende imponer silencio con explosivos? Con memoria, con ley, con palabras que no tiemblan. Mataron a un político y a un ertzaina para callar su voz… y consiguieron lo contrario: que su mensaje se escuchara para siempre en las calles de Vitoria, en las aulas del País Vasco y en la conciencia de un país que aprendió a decir nunca más.


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