El reloj forense fijó la violencia con precisión: Amaia murió hacia las 13:15, con un margen de quince minutos. No había signos de agresión sexual. La escena devolvía un mensaje crudo —golpes en la cabeza, un amarre hecho con una cuerda improvisada— y un reguero de indicios alrededor del agua. Junto al embalse apareció, además, una pistola de aire comprimido. No era un robo, ni un accidente: era un ataque cercano, rápido, decidido.
La investigación se pegó a dos movimientos que parecían nimios y acabaron siendo clave: un aparcamiento y una bicicleta. Las cámaras situaron a un menor de 17 años, Ander Etxeberria (iniciales A. E.), merodeando el parking del supermercado —primero en el Día, luego en el Eroski— en la franja en que Amaia hizo recados. Aquella mañana, él iba y venía en bici. Los fotogramas, grano a grano, levantaron un mapa de tiempos que encajaba con la muerte.
El hilo más fino —y más definitivo— lo dio una cuerda. El nudo que sujetaba las muñecas de Amaia no venía de una ferretería: era el cordón de unas zapatillas. Análisis en laboratorio, fibras, coincidencias… hasta alcanzar las deportivas del sospechoso. El ADN del autor apareció en la cuerda que la inmovilizó. Esa coincidencia biológica cosió la escena del embalse con la mochila del acusado.
Aquel menor llegó a confesar inicialmente. Después cambió de versión, varias veces, con balbuceos y rectificaciones que no deshicieron el cuadro probatorio. Tampoco hubo explicación que resistiera el choque con la cronología: Amaia viva en la tienda; Amaia rumbo al coche; el menor a metros, en cámara; el teléfono mudo; el embalse devolviendo el cuerpo horas después. La suma de indicios alcanzó el umbral de certeza.
El procedimiento, por tratarse de un menor, corrió por el Juzgado de Menores de Donostia. La Fiscalía y la acusación particular pidieron la máxima medida prevista: 10 años de internamiento en régimen cerrado y 5 de libertad vigilada. Era la única forma de traducir a código penal lo que ya era axiomático para la familia y para toda una provincia.
La sentencia llegó en 2012 con el peso de lo irreversible: culpable. El juzgado impuso exactamente ese techo penal —10 años de internamiento y 5 de libertad vigilada— y, meses después, la Audiencia Provincial de Gipuzkoa confirmó íntegramente el fallo. No hubo fisuras en los dos pilares de la resolución: la autoría probada por el conjunto de indicios y la proporcionalidad de la medida máxima en el marco de la jurisdicción de menores.
A diferencia de tantos crímenes en campo abierto, aquí el paisaje habló: la presa, el bordillo, el lodo; los metros de cinta que separan el aparcamiento del supermercado del lugar donde el agua arrulla los montes; los minutos contados por un reloj forense. Todo lo que parecía casual —una bici en circuito corto, una cuerda cualquiera, una mañana cualquiera— se volvió destino.
Zarautz y Azpeitia aprendieron entonces que el horror no necesita madrugada. Puede instalarse en el mediodía, a la vista de todos, con bolsas de la compra todavía tibias. Desde entonces, cada recado tiene un eco y cada madre que empuja un carrito repite, sin decirlo, la promesa de volver. Amaia no pudo. Pero su nombre quedó en la hemeroteca de lo que hiere y en la jurisprudencia de lo que, al menos, encuentra respuesta.
Queda una pregunta a la que ninguna sentencia alcanza: ¿en qué punto exacto se rompe la línea invisible de la seguridad cotidiana? Nadie lo sabe. Sí sabemos que aquella mañana el tiempo de Amaia se apagó a las 13:15, que el agua no ahogó la verdad y que una cuerda —mínima, doméstica— fue el hilo que llevó a la justicia. A veces, lo que salva un caso no es un gran hallazgo, sino atender a lo que parece demasiado pequeño como para importar.
1 Comentarios
Me gusta tú forma de escribir, enhorabuena. Pero de este caso se sabe que pudo ser el móvil del crimen, algún motivo, enfermedad mental, etc.
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