Cúllar, Granada, 30 de octubre de 1983. Música, luces, risas de verbena. Dolores García Rodríguez, 10 años, pide un instante para asomarse a la noche del pueblo… y la noche no se la devuelve. Entre puestos, farolillos y gente conocida, su rastro se corta como si alguien hubiese apagado una lámpara.
Los primeros días fueron una oleada: calles peinadas, descampados a pie, pozos, cortijos, rumores que arañan. Pasan semanas, luego meses, luego años. Quedan los carteles amarillos, las preguntas sin eco, los “yo la vi” que no llevan a ninguna parte. En Cúllar, el nombre de Dolores se convierte en un murmullo que nadie quiere pronunciar en voz alta.
Cuatro décadas después, en diciembre de 2023, un pastor se adentra en una cavidad difícil, la Sima del Carrascal (Huéscar), y el tiempo se parte. En una oquedad húmeda aparecen restos humanos: huesos pequeños e infantiles que despiertan el viejo miedo. La noticia corre del cortijo a la radio local, del grupo de WhatsApp al telediario. La cueva, de golpe, ya no es paisaje: es escenario.
Los agentes aseguran la zona; llegan policía judicial, forenses y espeleólogos. La recogida de restos es quirúrgica: fotografías, geolocalización, cadena de custodia. Entre ese material óseo, otra sorpresa: huesos de una persona adulta. La hipótesis que late en titulares y pasillos dice un nombre: Francisca Reche Rodríguez, desaparecida en 1994 en la misma comarca. La cueva habla en plural.
Las pruebas de ADN se ponen en marcha: cotejos con familiares, laboratorios, esperas que pesan como piedra. Sin confirmación oficial, los medios locales apuntan a alta compatibilidad con Dolores. La alcaldesa de Cúllar pide prudencia y respeto; el pueblo respira hondo porque intuye que, si esta es la respuesta, llega con cuarenta inviernos de retraso.
La Sima del Carrascal añade preguntas: ¿quién conocía ese acceso escarpado?, ¿quién tuvo tiempo, fuerza y vehículo para llegar hasta allí sin ser visto?, ¿por qué dos víctimas separadas por una década podrían coincidir en su mismo final? La tesis oscura es inevitable: una cueva usada para ocultar cuerpos. La cautela forense, también: conexión no es certeza.
La línea del 83 vuelve a encenderse con luz de 2024: entrevistas a supervivientes de la memoria, revisión de sumarios, cotejo de testimonios de fiesta, coches, ausencias de minutos. Los investigadores miran atrás y encuentran una época sin cámaras, sin ADN, con protocolos rudimentarios y archivos perdidos. El caso se pregunta a sí mismo si la verdad estuvo siempre cerca… solo que no teníamos las herramientas.
En paralelo, las familias caminan sobre una cuerda finísima: entre la esperanza de identificar y el pánico a confirmar. La identificación genética no solo cierra un nombre; abre un procedimiento: reconstrucción de últimos movimientos, mapa de allegados, búsqueda de patrones, incluso exhumaciones comparativas si hicieran falta. La justicia, esta vez, promete no tener prisa.
Cúllar y Huéscar encienden velas. Los periódicos vuelven a escribir desaparición en Granada, restos óseos, identificación por ADN, caso sin resolver. La cueva, discreta y áspera, se convierte en lugar de duelo. En las plazas se habla de segundas búsquedas, de errores de los ochenta, de puertas que quizá alguien cerró con llave de poder o de miedo.
La crónica, hoy, es un filo: si los restos confirman a Dolores, ¿quién la llevó hasta allí aquella noche de fiesta? ¿Qué fuerza arranca a una niña de 10 años en mitad de su gente? ¿Qué historia une a una menor de 1983 con una mujer desaparecida en 1994? ¿Y cuántas verdades más siguen escondidas en las cuevas del altiplano, esperando que alguien, por fin, se atreva a mirar?
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