El 24 de abril de 2003 Andrea, siete años, acude a una visita no supervisada por orden judicial. No regresa. El padre la asesina y luego se quita la vida. La tragedia aparece en la hemeroteca con una claridad insoportable: la madre había pedido visitas tuteladas, había alertado del riesgo, y el sistema judicial mantuvo el régimen sin vigilancia. El caso no es un “fallo imprevisible”; es un encadenamiento de omisiones.
Durante años, Ángela busca reparación en España. No la encuentra. En 2012, presenta su comunicación ante el Comité para la Eliminación de la Discriminación contra la Mujer (CEDAW) de Naciones Unidas. El 16 de julio de 2014, el Comité condena a España por discriminación y por no haber protegido a Ángela y a su hija; ordena reparación integral, medidas de no repetición y compensación. Es la primera vez que un órgano internacional responsabiliza a un Estado europeo por no evitar un feminicidio vicario tras reiteradas advertencias.
La Administración española rechaza inicialmente indemnizarla pese al dictamen de la ONU. Ángela recurre y, el 17 de julio de 2018, el Tribunal Supremo reconoce el carácter vinculante de los dictámenes de los comités de tratados y condena al Estado a pagarle 600.000 euros por daños morales. Con esa sentencia —STS 1263/2018— se fija un precedente en la ejecución interna de decisiones internacionales de derechos humanos.
El expediente de Ángela se convierte en caso escuela. A partir de 2014–2018, se refuerzan pautas sobre suspensión o limitación de visitas en contextos de violencia, y la política pública empieza a nombrar la violencia vicaria: la que usa a hijos e hijas para seguir dañando a la madre. En 2017, el Pacto de Estado coloca a los menores como víctimas y prioriza su protección; en 2021, la LO 8/2021 fortalece el enfoque de infancia y la detección de riesgos. Son movimientos legislativos que beben —entre otros casos— de la lección amarga que dejó Andrea.
Mirando atrás, los hitos son precisos y brutales: decenas de denuncias; una resolución judicial que mantiene visitas sin supervisión; asesinato de una menor en un contexto de violencia; impunidad institucional inicial; condena internacional; y, por fin, reparación por orden del Supremo. La historia de Ángela prueba cómo la violencia contra las mujeres no es solo privada: cuando el Estado desoye alertas, se convierte en cómplice por omisión.
El dictamen del CEDAW fue cristalino: España incumplió sus obligaciones de debida diligencia para prevenir la violencia; los operadores judiciales minimizaron el riesgo; y la decisión de permitir visitas no vigiladas ignoró el interés superior de la menor. Por eso, la reparación no era solo dinero: incluía cambios estructurales para que otras Andrea no quedaran en medio de un calendario judicial y un agresor con puerta abierta.
Hoy, el nombre de Ángela González Carreño aparece en manuales, cursos y protocolos. No buscó venganza; buscó que nadie más atravesara el mismo pasillo. Cada vez que una madre advierte del peligro, su caso resuena como un recordatorio legal y moral: las visitas no son un derecho absoluto si hay violencia; la supervisión no es castigo, es protección.
La justicia llegó tarde para Andrea. Pero llegó con una frase escrita en una resolución que ya no se puede desoír: el Estado falló y debe responder. Ese es el legado jurídico. El humano es aún más simple y más hondo: creer a tiempo, proteger a tiempo. Porque detrás de cada folio y cada auto hay una niña que no debía estar allí.
“Treinta veces pidió ayuda; treinta veces la ignoraron.
Una sola vez bastó para que el silencio fuera irreversible.”
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