Al amanecer, un camionero encontró un cuerpo calcinado en la cuneta de un polígono de Leganés, junto a una empresa de rótulos. Las primeras horas fueron puro estupor: ¿quiénes?, ¿por qué?, ¿cómo se borra a alguien entre Madrid y su periferia? La respuesta llegaría con una cadena de detenciones en junio: un grupo de delincuentes juveniles con largo historial de estancias en centros de menores.
El relato judicial reconstruyó la madrugada: secuestro, agresión sexual y homicidio, con el cuerpo incendiado para borrar huellas. El coche —un Citroën ZX verde— jamás apareció. En la frialdad de las periciales quedó grabado lo esencial: a Sandra la cazaron, la dominaron y la arrojaron a un arcén de la capital como si la noche pudiera tragárselo todo.
El mayor de edad, Francisco Javier Astorga Luque, “El Malaguita”, tenía 18 años y 5 meses cuando participaron en el crimen. En febrero de 2005 fue condenado a 64 años por secuestro, agresión sexual y asesinato; el Tribunal Supremo confirmó la pena en noviembre de 2005. La ley impidió que esos 64 años se cumplieran íntegros, pero fijó su responsabilidad con la rotundidad que no admiten dudas.
Los tres menores fueron juzgados con la Ley de Responsabilidad Penal del Menor (LORPM). Rafael García Fernández, “El Rafita” (14 años entonces) recibió 4 años de internamiento y 3 de libertad vigilada, y salió de la órbita de menores en 2010; después acumularía detenciones por delitos comunes. Los otros dos (17 años) cumplieron medidas de internamiento prolongadas y también terminaron en la calle en la década siguiente, con reincidencias posteriores en algunos casos. La sensación social fue inequívoca: las penas resultaron exiguas frente a la atrocidad.
Aquella asimetría penal encendió un debate nacional: ¿cómo reacciona una democracia cuando crímenes de extrema violencia los cometen menores? En otoño de 2003 ya había centenares de miles de firmas para revisar la LORPM; en los años siguientes, reformas parciales y ajustes de ejecución intentaron responder al clamor. El nombre de Sandra se volvió consigna en plazas y platós.
La familia de Sandra convirtió el duelo en causa pública. María del Mar Bermúdez, su madre, repitió una frase que helaba y ordenaba el dolor: “a mi hija la mataron cuatro veces”. Desde entonces, su voz se convirtió en una alarma ética: no era una batalla abstracta, era la promesa de que ninguna otra familia tuviera que abrazar una lápida mientras veía a los responsables salir de un centro con la adolescencia intacta.
Veinte años después, el caso sigue siendo punto de referencia para periodistas, juristas y forenses. Cada nueva noticia sobre reincidencias de alguno de los condenados reabre la herida y devuelve a la mesa la pregunta difícil: ¿qué equilibrio queremos entre reeducación y proporcionalidad cuando el daño es irreparable? La respuesta no cabe en un eslogan, pero exige no blanquear la magnitud del crimen.
Hay crímenes que quiebran algo más que una vida: rompen la confianza en el trayecto de siempre, en el retorno seguro, en la idea de que lo cotidiano está a salvo. Sandra volvía a casa con prisa por la Primera Comunión de su hermano pequeño al día siguiente. La rutina es, a veces, el papel más frágil. Y eso es lo que este caso nos obliga a recordar sin morbo y sin olvido.
No se puede desandar lo ocurrido. Pero sí se puede nombrarlo bien: Getafe–Leganés, 2003; cuatro agresores; un adulto condenado a 64 años; tres menores con medidas cortas; una madre que no ha dejado de exigir una ley que mire de frente a la violencia extrema. Porque Sandra tenía 22 años y una vida por delante. Y porque, desde entonces, su nombre sigue pidiendo lo más simple y lo más difícil: justicia sin olvido.
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