Canjáyar, 1985: la casa cerrada y el misterio que heló un verano en Almería


 

Canjáyar, Almería.

Noviembre de 1985.

El pueblo amaneció distinto.

En la calle Santa Cruz, una casa de fachada blanca y macetas secas guardaba un silencio que no era normal.
Los vecinos, extrañados por no ver salir al matrimonio de siempre, decidieron entrar.
Y lo que encontraron dentro se convirtió en una de las páginas más oscuras de la historia criminal andaluza.

Pedro Navarro González, de 70 años, y su esposa Virtudes Andrés Muñoz, de 63, yacían sin vida dentro de su propia casa.
Pedro en el suelo del pasillo; Virtudes, sentada en un sillón de mimbre, con la cabeza ensangrentada.
La puerta trasera estaba forzada, pero dentro todo parecía en orden.
Ni dinero, ni joyas, ni objetos de valor desaparecidos.
Solo sangre y un silencio que lo devoraba todo.

El juez de guardia aquella noche era Baltasar Garzón, entonces en el juzgado número 3 de Almería.
Llegó al lugar junto a la Guardia Civil y describió la escena con una frase que quedó escrita en el sumario:

“El caso está envuelto en una oscuridad general.”
Una oscuridad que ni el tiempo ni la justicia han logrado disipar.

Las autopsias revelaron algo aún más inquietante:
entre la muerte de Pedro y la de Virtudes transcurrieron nueve horas.
Él murió primero, víctima de un fuerte golpe en la cabeza.
Ella, horas después, asesinada también a golpes, posiblemente con el mismo objeto.
Esa diferencia temporal descartó de inmediato la hipótesis de un crimen pasional o un asesinato seguido de suicidio.
Hubo alguien más.

Durante los primeros días, el rumor del robo recorrió las calles del pueblo.
Pero pronto se descartó.
Pedro había retirado dinero del banco días antes, y el efectivo seguía en la casa.
Nada había sido sustraído.
Lo único que faltaba era el arma homicida —un objeto contundente nunca identificado— y, sobre todo, una explicación.



La investigación se topó con el primer enemigo: la contaminación de la escena.
Los vecinos, al intentar socorrerlos, habían tocado, movido, limpiado.
En 1985, la ciencia forense era aún limitada, y las pruebas se desvanecieron entre las manos solidarias del pueblo.
Ni huellas, ni rastros, ni un ADN que pudiera señalar al asesino.

Se barajaron hipótesis de todo tipo:
un conocido resentido, una venganza, incluso un forastero que habría acampado por la zona.
Pero ninguna teoría prosperó.
No hubo confesión, ni testigo, ni indicio suficiente para acusar a nadie.
El expediente quedó abierto, y Canjáyar, con apenas 1.500 habitantes, aprendió a cerrar las puertas antes del anochecer.

Con los años, el “crimen de la calle Santa Cruz” se volvió leyenda local.
Los mayores todavía recuerdan cómo, durante meses, el miedo se apoderó del pueblo.
Y cómo los niños crecieron escuchando susurros:

“No salgas solo… que aún anda suelto el asesino de la casa blanca.”

Hoy, casi cuatro décadas después, el caso sigue sin resolver.
Los archivos judiciales de Almería guardan las carpetas polvorientas de aquella noche de noviembre en la que el horror entró en Canjáyar sin romper un cristal.
No hubo robo.
No hubo móvil.
Solo una certeza: alguien golpeó dos veces y nunca volvió a mirar atrás.

“Era un pueblo pequeño, todos se conocían.
Y un día, la maldad se sentó en una de sus casas.”

El crimen de Pedro y Virtudes no fue solo una tragedia doméstica.
Fue la pérdida de la inocencia de un pueblo entero.
Una historia que aún espera un nombre,
y que recuerda, en voz baja, que el mal a veces no viene de fuera,
sino de la sombra que cruza la misma calle.

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