Las primeras horas fueron un remolino de llamadas, excusas plausibles y promesas de “ya aparecerá”. No apareció. Llegaron los carteles, las batidas, los todoterrenos de la Guardia Civil peinando cunetas y marismas, drones sobre los arrozales del Barbanza. España aprendió nombres que no estaban en ningún mapa emocional: Taragoña, Asados, Rianxo. Y una familia que miraba la pantalla como si el icono de geolocalización fuese a parpadear de nuevo.
Pasaron los meses y las pistas se enfriaron a la velocidad de los titulares. En el pueblo crecieron las teorías: fuga voluntaria, un encuentro torcido, un coche que se detiene en el minuto ciego. La madre de Diana, Diana López-Pinel, se convirtió en voz y en brújula: ruedas de prensa, velas, entrevistas. “No vamos a parar”, repetía, como si conjurar el olvido fuese otra forma de búsqueda.
Diciembre de 2017 quebró la calma. En Boiro, una joven denunció un intento de rapto; la descripción del agresor encendió alarmas viejas. Al tirar de ese hilo, todo se movió. La Guardia Civil detuvo a José Enrique Abuín, “El Chicle”. Antenas, cámaras discretas y trayectorias cruzadas cerraron el círculo: el polígono de Asados, en Rianxo, un pozo industrial con boca de hierro que llevaba un año mirando al cielo.
Bajo esa boca estaba la respuesta. Sumergidos entre lodos y chatarra, los buzos hallaron el cuerpo de Diana. El país exhaló… y se quedó sin aire. La investigación recompondría después una secuencia breve y atroz: una interceptación nocturna, un traslado forzado, un ocultamiento calculado. Él ensayó coartadas —accidente, improvisación— que se desmoronaron con las pruebas.
La reconstrucción judicial fue dibujando detalles: una presa inesperada en un trayecto cotidiano, un vehículo que desaparece de los radares del vecindario, bridas y contrapesos para hundir el cuerpo en la oscuridad del pozo. La tecnología —la misma que no logró evitar— sirvió para rehacer el camino cuando ya era tarde: celdas, tiempos, silencios.
El juicio llegó en 2019 con una sala llena de nombres aprendidos a fuerza de esperar. El jurado declaró culpable a “El Chicle” y la Audiencia impuso prisión permanente revisable. Años después, las apelaciones confirmaron la condena. El expediente encontró su cierre jurídico; la herida social, no.
Porque la historia de Diana no se detiene en una sentencia. Expone los agujeros negros de los trayectos más corrientes, la figura del depredador que camina como cualquiera entre farolas y rotondas, y un país que confía en que la técnica nos salve… cuando el reloj ya ha corrido demasiado. Deja también una madre convertida en faro: campañas de prevención, memoria activa, la certeza de que nombrar es resistir.
Cada aniversario, A Pobra baja la voz y enciende velas. El puente, la carretera, el pozo: tres puntos que dibujan un mapa que nadie querría conocer. Diana ya no es solo una fotografía; es una advertencia susurrada en cada regreso a casa, cuando aprieta el paso y miramos por encima del hombro.
¿Cómo blindar esos minutos invisibles en los que una vida cambia de rumbo para siempre? ¿Cuántas verdades se pierden en la distancia mínima entre un mensaje enviado y un teléfono que deja de contestar? Porque lo más aterrador no fue el ruido de la noche… sino el silencio que vino después.
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