Caso Wanninkhof (1999): crimen, error judicial y giro del ADN — Rocío, Dolores Vázquez y Tony King

Mijas, Málaga. 9 de octubre de 1999. Rocío Wanninkhof, 19 años, sale de casa para encontrarse con amigas en la Costa del Sol y no vuelve. Días después aparece su cuerpo entre matorrales de un camino rural: golpes, puñaladas, un rastro roto en mitad de una noche templada. España despierta a uno de los casos más oscuros y mediáticos de su historia reciente.

La investigación arranca con presión, cámaras y prisa. Se rastrean cunetas, móviles, costumbres; nada encaja. Y entonces el foco se desplaza del crimen a la biografía: la relación pasada de la madre de Rocío, Alicia Hornos, con una mujer reservada y distante a ojos del pueblo, Dolores Vázquez. La ecuación perfecta para un prejuicio: ruptura amarga, rumores, homofobia latente. La sospecha empieza a dictar titulares.

Dolores Vázquez, ex pareja de Alicia, se convierte en “sospechosa ideal” sin ADN, sin testigos, sin arma. Su carácter frío se lee como culpa; su silencio, como estrategia. La Guardia Civil la detiene; la plaza pública hace el resto. El caso entra en modo espectáculo: tertulias, recreaciones, veredictos improvisados antes del juicio.


En 2001, un jurado popular la declara culpable y es condenada a 15 años de prisión. La sentencia se apoya en indicios interpretados a la luz del morbo y del miedo: no hay rastro biológico que la incrimine, pero hay una narrativa que satisface una necesidad colectiva —ponerle nombre al monstruo—. Dolores entra en prisión; el verdadero asesino sigue libre.

Agosto de 2003. En Coín, Málaga, otra joven —Sonia Carabantes— desaparece y es asesinada. Esta vez, el ADN habla. El perfil genético hallado en la escena de Sonia coincide con restos recuperados en el caso Wanninkhof. La pista conduce a Tony Alexander King, británico con antecedentes por agresiones sexuales en Reino Unido. Detenido, su sombra genética une dos crímenes y tumba una condena construida sobre arena.

Dolores Vázquez es excarcelada y exonerada. Pasa 519 días encarcelada por un crimen que no cometió. La absolución no devuelve el tiempo ni limpia del todo el estigma: la reparación llega tarde, la imagen pública tarda más. Su caso se convierte en manual de lo que no debe volver a suceder: presunción de inocencia triturada, jurado condicionado, prensa sin freno.


Tony King es juzgado y condenado por el asesinato de Sonia Carabantes, mientras su implicación en la muerte de Rocío queda acreditada por las coincidencias genéticas y el patrón delictivo que lo rodea. El “caso Wanninkhof–Carabantes” sella, con ciencia y procedimiento, lo que la intuición mediática destrozó: quién mató, cómo actuó, por qué el primer relato estuvo tan lejos de la verdad.

El impacto trasciende el sumario. Se revisa el papel de los juicios paralelos, la formación de jurados, la responsabilidad de los medios y los sesgos que convierten diferencias personales en “motivos” criminales. El nombre de Dolores Vázquez pasa de villana televisiva a símbolo de error judicial; el de Rocío, de víctima anónima a estandarte contra la prisa y el prejuicio.

Dos décadas después, documentales como “Dolores: la verdad sobre el caso Wanninkhof” reabren la conversación con perspectiva: qué pruebas hubo, cuáles faltaron, quién empujó el relato hacia la diana equivocada. El aprendizaje es amargo, pero necesario: el ADN no solo resolvió un crimen; dejó al descubierto cómo se fabrica una culpable.


¿Cómo se evita que el ruido tape la prueba? ¿Cuántas vidas se quiebran cuando el morbo decide antes que la ciencia? Rocío fue víctima del asesino; Dolores, del linchamiento. Y entre ambas, un país que aprendió —a golpes— que la justicia no puede escribirse con titulares, ni la verdad con la urgencia de un plató.

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