La familia vivía al margen: una pareja joven, dos niños —tres años y cinco meses—, ideas “alternativas”, desconfianza de lo oficial, aislamientos que se vuelven laberinto. El eco de la alarma social ya había rozado esa puerta, pero la tragedia llegó primero.
El padre, Gabriel, aparece desnudo, escondido en un bidón; la madre, María, se oculta bajo matorrales, en shock. Cuando los agentes la encuentran y la interrogan, pronuncia una frase que helará el sumario: “Ya están en un lugar mejor”. Ese mismo día localizan los cuerpos de los niños, enterrados por separado en la parcela.
La autopsia dibuja la brutalidad sin adornos: golpes en la cabeza, violencia sostenida, una muerte que no entiende de consuelos. La escena forense confirma lo que el monte ya había dicho en silencio: nadie llegó a tiempo.
Entre atestados y peritajes, asoma el delirio: brote psicótico en ella, rasgos paranoides en él, una espiral de misticismo y miedo que convirtió la casa en una trampa. El amor, contaminado por la locura, terminó siendo la coartada más cruel.
El juicio llega con un jurado que escucha días de testigos, peritos y grabaciones. El veredicto: culpables. La madre, coautora pero inimputable por eximente completa de enajenación; el padre, responsable penal de los asesinatos de sus hijos.
Las penas fijan el mapa del horror: 50 años de prisión para Gabriel; para María, absolución penal por enfermedad mental y medida de seguridad de internamiento psiquiátrico. No hay consuelo en la aritmética, pero sí una verdad judicial que separa delito y demencia.
En diciembre de 2022, el Tribunal Supremo confirma íntegramente la resolución: se mantienen los 50 años para él y el internamiento para ella. La última palabra de la Justicia cierra la puerta procesal, no la herida.
El caso Godella deja preguntas que muerden: ¿cómo proteger cuando el peligro nace dentro?, ¿cuándo una creencia se convierte en riesgo?, ¿qué señales pasaron de largo en servicios sociales, escuela, entorno? La prevención, aquí, llegó tarde; el duelo, demasiado pronto.
Porque a veces el monstruo no viene de la oscuridad exterior: brota del miedo y del delirio, se alimenta del aislamiento y encuentra en el silencio su mejor escondite. Ese 14 de marzo no solo murieron dos niños; se quebró también la certeza de que el hogar siempre salva.
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