Helena —lectora voraz, senderista de la Unió Excursionista de Sabadell— llevaba semanas recibiendo “detalles” anónimos: un bizcocho casero con nota amable, una botella de zumo, un libro con dedicatorias extrañas. Los análisis confirmaron el veneno silencioso: el pastel contenía benzodiacepinas, el mismo fármaco que la inmovilizó la noche del crimen. Alguien la estaba probando, acercándose sin ruido.
2 de diciembre de 2001: la pierden de vista. 4 de diciembre: su cuerpo aparece en el patio. La escena no cuadra con un suicidio; el patrón sí cuadra con una sedación seguida de precipitación desde la azotea del edificio de Calvet d’Estrella. Quien la llevó allí conocía el lugar, los accesos y sus rutinas. El asesino no necesitó forzar nada: ya vivía entre la confianza.
La investigación encadena nombres del mismo círculo. Las miradas se posan en Montserrat Careta, compañera del grupo excursionista, vinculada a Helena en el tramo final. En 2002, la detienen: en su domicilio hallan benzodiacepinas compatibles. Montse declara su inocencia. Pocos meses después, aparece ahorcada en la cárcel con una carta que repite lo mismo: “No he matado a nadie”.
Lejos de cerrar el caso, su muerte lo oscurece. La instrucción se agota con hipótesis sin anclaje forense sólido, sin arma, sin testigos, sin ADN útil. El sumario queda como un palimpsesto de indicios: regalos envenenados, cartas en clave, llaves, azoteas, horarios. El expediente se duerme, pero no descansa: la familia de Helena jamás deja de pedir que se escuche lo que el papel aún no sabe decir.
Dos décadas después, el caso Helena Jubany resurge. En 2021, el juzgado reabre diligencias por nueva información pericial y tecnológica: rastreos de comunicaciones, cotejos de escritura, reconstrucciones de accesos. El foco se desplaza hacia Xavier Jiménez, pareja de Montse y también miembro del grupo, con quien Helena habría mantenido fricciones y mensajes inquietantes. La tesis de “acto en solitario” se resquebraja.
Lo que permanece es una coreografía de control: sedación previa mediante alimentos y bebidas “regalo”, desorientación progresiva, traslado en confianza al edificio, y caída desde altura en una franja horaria sin tráfico de vecinos. El crimen necesitó proximidad emocional y logística: quien lo hizo sabía cómo ganarse una puerta abierta. La literatura de Helena —sus notas, sus libros— quedó convertida en decorado perverso.
En clave probatoria, el “tridente” del caso sostiene el relato: benzodiacepinas idénticas en los obsequios y en su organismo; nexo grupal (UES) que acota círculo y móviles; y una escena vertical sin signos de defensa compatibles con pérdida de conciencia. Lo que falta es lo único que rompe el hielo de los años: un vínculo biológico directo, una declaración útil, una pieza digital que cierre la cronología minuto a minuto.
Hoy, el estado del caso es de investigación viva y memoria insomne. La familia y plataformas ciudadanas mantienen la presión para que se exploren nuevas pericias: perfiles toxicológicos finos, geomática de accesos y luminancias, búsqueda ampliada de trazas, y analítica de textos y impresoras de la época. No piden milagros: piden método, escucha y el valor de corregir inercias.
¿Cómo se mata a alguien que confía en las señales pequeñas? Con migas de amabilidad que adormecen la alerta. ¿Y cómo se resuelve un crimen tan pulcro décadas después? Sumando ciencia a cada silencio. Helena Jubany no es un expediente frío: es una página arrancada que el tiempo aún no ha podido desechar. Mientras falte la última línea, Sabadell seguirá leyendo este libro a oscuras.
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