La familia espera su regreso. Pasa la tarde, cae la noche y el teléfono de Cristina guarda silencio. Empiezan las llamadas, los recorridos por el barrio, la denuncia. Seseña se moviliza: voluntarios, patrullas, batidas por caminos de yeso y descampados que la niña conoce de memoria y que, de pronto, parecen otro lugar.
Cuatro días después, el 3 de abril, un rumor corre más rápido que el viento: han encontrado algo en La Veguilla, una antigua cantera a las afueras del pueblo. Entre polvo blanco y piedras rotas, yace el cuerpo sin vida de Cristina. La noticia se esparce como ceniza; el pueblo entero contiene el aliento.
La autopsia es precisa y heladora: muerte por desangrado, cortes en las muñecas. No hay rastro de robo ni de agresión sexual. Solo una violencia fría, intencional, que desmiente cualquier accidente. El crimen no habla de impulso: habla de una emboscada.
La Guardia Civil escucha pasillos, recoge confidencias y ata cabos. Pronto detiene a dos menores: una compañera de clase de 14 años y otra amiga que la acompañó. La primera confiesa el ataque; la segunda admite su presencia. Dicen que “querían darle un susto”. Ese eufemismo no cabe en una lápida.
Bajo la Ley del Menor, la instrucción avanza con discreción legal y dolor público. El relato que emerge es el de una cita concertada, un traslado a la cantera y un ataque sin salida. La frialdad del escenario —piedra, silencio, polvo— encaja con la premeditación: buscaron un hueco donde nadie oyera.
Llega el juicio: rápido, tenso, con la mirada del país clavada en una sala que no muestra rostros. La autora principal recibe 5 años de internamiento y 3 de libertad vigilada; su cómplice, 2 años en régimen semiabierto. Condenas juveniles frente a una ausencia perpetua: la aritmética de la justicia no suma el tiempo de una familia.
Seseña guarda memoria. La cantera de La Veguilla ya no es solo un paraje: es un punto en el mapa emocional del pueblo. Quien estuvo allí recuerda cintas policiales, helicópteros y un silencio extraño que parecía quedarse a vivir. Cada aniversario, el nombre de Cristina vuelve a los labios con la sencillez de una promesa: no olvidar.
Más allá del sumario, queda la pregunta que duele pronunciar: ¿cómo se quiebra la confianza entre adolescentes hasta volverse cuchillo? No hubo desconocidos ni sombras ajenas: hubo traición cercana, un “ven” escrito desde la misma clase, la misma escalera, el mismo pasillo.
Cristina Martín de la Sierra tenía 13 años y quería ser enfermera. Salió a hablar con una amiga y nunca volvió. Su caso es una advertencia que no grita, susurra: el peligro a veces lleva tu mismo horario, tu mismo grupo, tu misma foto de fin de curso. Y lo más aterrador no es la oscuridad: es la mano conocida que te guía hacia ella.
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