En Bogotá, 2024, los pasillos de un hospital aprendieron a guardar un silencio nuevo. Un hombre de 36 años, Javier Acosta, miró a cámara, explicó su decisión con serenidad y pidió lo que la ley —y su dolor— le permitían: morir con dignidad. No había morbo, ni prisa, ni espectáculo. Solo la certeza de un límite y la voluntad de nombrarlo en voz alta para que nadie más tuviera que hacerlo a oscuras.
Su cuerpo venía perdiendo batallas desde hacía años. Tras un accidente quedó parapléjico; después llegó un cáncer hematológico que convirtió cada día en un borde. Dependencia absoluta, hospitalizaciones, complicaciones infecciosas: un itinerario que no deja margen a la épica, solo al cansancio. Cuando pidió la eutanasia, no pidió un final rápido: pidió que el tiempo dejara de doler.
Javier convirtió su caso en una conversación pública. No buscó convencer, sino explicar: el derecho a decidir no compite con el deseo de vivir; aparece cuando vivir ya no es posible sin sufrimiento intolerable. Con esa honestidad, su solicitud atravesó comités clínicos, papeles, protocolos, y fue aprobada conforme a la normativa sanitaria vigente en Colombia.
El día señalado fue un viernes: 30 de agosto de 2024. El procedimiento se programó en el Hospital Universitario San Ignacio, en Bogotá. Afuera, hinchas y amigos se reunieron para acompañarlo; incluso el fútbol —su refugio— le hizo un guiño: Radamel Falcao le dedicó un gol con Millonarios, la camiseta que Javier amaba. No hubo estridencias: hubo despedida.
Su decisión no ocurrió en un vacío legal. En Colombia, el derecho a morir dignamente empezó a trazarse con la Sentencia C-239/1997 de la Corte Constitucional, que despenalizó la eutanasia para pacientes con enfermedad terminal e intenso sufrimiento, y ordenó al Estado garantizar procedimientos seguros. Desde entonces, la bioética dejó de ser teoría para convertirse en política pública.
Con los años, ese marco se amplió: la Corte extendió protecciones y el sistema de salud adoptó lineamientos; en 2022, el alto tribunal despenalizó el suicidio médicamente asistido en circunstancias excepcionales, reconociendo que autonomía, dignidad y alivio del sufrimiento también se expresan en la forma de morir. Es un camino con matices, pero es camino.
El caso de Javier expuso, de nuevo, el nudo: fe, ley, medicina, dolor. Hubo voces que dudaron, otras que acompañaron, y muchas que entendieron que no se trataba de convencer a nadie, sino de respetar una frontera íntima que la justicia ya había reconocido. Él no pidió que todos pensaran como él; pidió que nadie decidiera por él.
Quienes estuvieron cerca aseguran que se fue en paz, con afectos alrededor y sin ruido de titulares dentro de la habitación. Afuera, el país hablaba de procedimientos, de comités, de garantías. Adentro, la medicina hizo lo que promete cuando ya no puede curar: aliviar, acompañar, cuidar hasta el final.
Su nombre quedó como una llave: la que abre conversaciones en hogares, aulas y hospitales sobre autonomía, compasión y límites. No es un “caso” más, ni una anécdota de noticiero. Es la prueba de que el Estado puede escuchar cuando el dolor habla, y de que la sociedad puede mirar sin juzgar cuando alguien dice “basta”.
¿Cómo se acompaña a quien decide cerrar la puerta con dignidad cuando el cuerpo ya no regresa? ¿Cuántas biografías necesitan que aprendamos, de una vez, que la compasión también consiste en respetar la última palabra de quien sufre?
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