La noche del 14 de marzo de 2007, en un garaje de Ciempozuelos (Madrid), tres disparos quebraron una vida y encendieron un caso que España recordaría por su frialdad: Miguel Ángel Salgado cayó abatido junto al banco del pasillo cuando aparcaba su coche. No hubo robo, ni discusión previa; hubo método. Aquella misma jornada, un juez había resuelto a su favor la custodia de su hija.
La investigación encajó pronto la hipótesis que el vecindario temía pronunciar: no fue un crimen espontáneo. La pista llevó hasta su exesposa, la abogada María Dolores Martín Pozo, inmersa en una guerra judicial por la custodia. En los pinchazos y grabaciones aparecieron amenazas explícitas —“Te tengo que matar, te tengo que ver muerto”— y, horas después del asesinato, la frase que heló al tribunal: “Que se pudra bajo tierra y que se lo coman las víboras”. Eran palabras que dibujaban un móvil y un odio.
El relato policial reconstruyó un plan a tres bandas. En medio, Eloy S. B., presentado como intermediario o “guardaespaldas”, reconoció contactos, pagos y “encargos” encaminados a “dar un susto” al exmarido. Su testimonio, validado por agentes de la Guardia Civil en sala, fue clave para armar la cronología del encargo y la presión posterior del presunto ejecutor para cobrar tras los disparos.
La figura del tirador se llamó Charles Michael G. C. en el sumario. Fue el principal sospechoso del gatillo, pero la causa no pudo probar más allá de toda duda que hubiese sido él quien apretó el arma. En diciembre de 2011, salió en libertad por falta de indicios suficientes, y días después la sentencia lo absolvió del asesinato. El arma jamás apareció.
El fallo de la Audiencia Provincial de Madrid (Sección 15ª) llegó el 22 de diciembre de 2011: María Dolores Martín Pozo fue condenada a 22 años, 6 meses y 1 día como autora intelectual del asesinato con agravante de parentesco y otros delitos conexos; Eloy recibió casi 13 años como cooperador necesario; y Michael quedó absuelto. La sentencia fijó la arquitectura del crimen: planificación, encargo, ejecución y silencio.
En 2012, el Tribunal Supremo revisó el caso y confirmó el núcleo condenatorio: sí hubo inducción al asesinato por parte de Martín Pozo; no quedó acreditada la autoría material de Charles Michael. El Alto Tribunal subrayó, además, las amenazas previas como elemento de contexto. Con ello, la versión de “juego de rol” o “exageración” quedó jurídicamente desactivada.
Los detalles que salieron a la luz durante el juicio —grabaciones, mensajes de ira, la cronología de los pagos— terminaron de definir un caso que la prensa bautizó como “el crimen del garaje”. No había azar: había premeditación. El proceso dejó, además, una cicatriz social: la constatación de hasta dónde puede llevar la violencia vicaria cuando la disputa por una custodia se convierte en una guerra total.
Años después, el nombre de María Dolores Martín volvió a titulares por su situación penitenciaria. En 2024, un programa televisivo afirmó que había disfrutado de permisos de salida y que incluso ofrecía servicios profesionales en redes, reavivando el debate sobre reinserción, cumplimiento efectivo y límites éticos para condenados por crímenes por encargo. Esas informaciones no alteran la sentencia, pero sí muestran la larga sombra pública de este expediente.
El caso también dejó vacíos. La autoría material de los disparos permanece en el terreno de lo no probado; el arma no se recuperó. Pero el andamiaje probatorio —la inducción, la cooperación y las amenazas— fue suficiente para que la Justicia trazara responsabilidades. En el centro, una víctima: Miguel Ángel Salgado, profesional y padre, abatido la noche en que un juzgado le devolvía a su hija.
Si uno aparta el ruido, queda una lección amarga: cuando el amor se retuerce en posesión y el litigio por una niña se convierte en campo de batalla, la mente puede ser el arma más peligrosa. En Ciempozuelos se apagó una vida, pero también se escribió un manual de señales: amenazas explícitas, obsesión por el control, búsqueda de terceros para ejecutar la violencia. Mirarlas a tiempo —y actuar— puede evitar que una puerta de garaje se convierta en patíbulo.
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