El sótano de Amstetten: 24 años de cautiverio, siete hijos y el monstruo que vivía en el piso de arriba



La tarde del 26 de abril de 2008, en el Hospital de Amstetten, una mujer de 42 años rompió un silencio de casi un cuarto de siglo. Se llamaba Elisabeth Fritzl y contó lo impensable: llevaba 24 años encerrada en el sótano de la casa familiar, sometida por su propio padre, Josef Fritzl. La confesión llegó después de que su hija mayor, Kerstin (19), fuera ingresada en estado crítico; ese ingreso obligó al padre a asomar el secreto a la superficie y desencadenó la detención horas más tarde. El mundo se detuvo a escuchar.

La historia empieza en 1984, cuando Josef, técnico eléctrico con oficio y reputación de vecino metódico, la atrajo al sótano con la excusa de mover una puerta. Allí la encerró tras una estructura de acero y hormigón escondida detrás de una estantería, con cerraduras electrónicas y una compuerta mínima, de apenas 1 metro de alto por 60 centímetros de ancho. Para llegar a ella había que franquear ocho puertas; dos tenían control electrónico. Encima de la trampa, la vida seguía: facturas, saludos, cenas de domingo.

Aquel submundo no era un cuarto: era un laberinto de 55 m² excavado por fases, con pasillos, celdas abiertas, un rincón de cocina y dos espacios de descanso. La humedad, el techo bajo y el aire viciado eran parte del castigo. Josef aportaba lo mínimo para la supervivencia y lo máximo para el control. Durante años, Elisabeth pidió ampliar unos metros el espacio para que sus hijos pudieran moverse sin golpearse; la “obra” la hicieron ellos mismos, cavando tierra con las manos



La violencia tuvo consecuencias medibles. En el sótano nacieron siete hijos: Kerstin (1988), Stefan (1990) y Felix (2002) crecieron abajo, sin ver el sol; Lisa (1992), Monika (1994) y Alexander (1996) aparecieron “por arte de abandono” en el umbral de la casa y fueron criados por los abuelos bajo una fábula de “madre en una secta”; el séptimo, Michael —gemelo de Alexander—, murió a los tres días por falta de atención y el padre cremó el cuerpo. La familia “de arriba” y la “de abajo” existían en paralelo sin saberse completas.

El castillo de mentiras se agrietó el 19 de abril de 2008. Kerstin colapsó y Josef aceptó llevarla al hospital con una nota supuestamente escrita por la madre ausente. Los doctores sospecharon: desnutrición, déficit de luz solar, datos médicos imposibles de cuadrar con el cuento de la secta. La policía pidió que la madre apareciera “donde estuviese”. Una semana después, Josef subió a Elisabeth, Stefan y Felix y los llevó al hospital: ahí, en una sala, Elisabeth habló y todo cayó como un dique roto. 

El juicio comenzó en Sankt Pölten en marzo de 2009. El primer día, Fritzl negó los cargos más graves; al segundo, tras ver el testimonio videograbado de su hija, se declaró culpable de asesinato por negligencia (por la muerte de Michael), esclavitud, violaciones, incesto, coacción y privación de libertad. La sentencia fue cadena perpetua en un centro psiquiátrico penitenciario. Austria miró su reflejo con vergüenza y alivio: justicia, aunque tardía. 



La recuperación fue otra odisea. Elisabeth y sus seis hijos pasaron meses en una clínica protegida, aprendiendo a tolerar la luz, a caminar sin agachar la cabeza, a abrir una puerta sin pánico. El Estado les ofreció nuevas identidades y un domicilio blindado en una aldea del norte; la terapia más difícil fue unir a los hermanos: los “de arriba”, criados como nietos; los “de abajo”, nacidos en cautiverio. La adaptación sigue siendo una tarea de todos los días. 

Los detalles técnicos del sótano —la puerta deslizante de 300 kg tras un mueble, la primera hoja de 500 kg ya inservible por su peso, los códigos remotos— explican por qué nadie oyó nada durante 24 años. La expiación pública de Fritzl incluyó relatos manipuladores (“no soy un monstruo”, “les llevaba flores y un árbol de Navidad”); los peritajes hablaron de una grave combinación de trastornos de personalidad y una planificación que desmonta cualquier coartada de arrebato. 

Con los años, el caso siguió en los titulares por la situación penitenciaria de Fritzl. En 2024 fue trasladado desde el hospital psiquiátrico a una prisión ordinaria por su deterioro cognitivo; en 2025, un tribunal rechazó su petición de salida a un centro de demencia y mantuvo la evaluación de peligrosidad. A los 90 años, el hombre que cavó un infierno bajo una casa continúa condenado de por vida



La crónica de Amstetten no es una fábula de monstruos lejanos. Es el retrato de un depredador que pagaba impuestos, saludaba a los vecinos y ocultó un universo de horror bajo sus pies. También es la historia de una mujer que sobrevivió a lo innombrable y de unos hijos que aprendieron a nombrar el sol. Si algo enseña este expediente es que la maldad puede organizarse con planos, códigos y horarios; que la vigilancia comunitaria importa; y que escuchar a tiempo puede cambiar un destino.

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