“El eco del reno”: los hermanos que convirtieron el acoso digital en una fuga internacional (Caracas → Madrid, 2017–2024)


Dos pasaportes, dos maletas y una historia que venía de lejos. Rebeca García Álvarez y Francisco García aterrizaron en España con la promesa de empezar de cero; detrás, en Venezuela, quedaban años de denuncias por mensajes obsesivos, llamadas a deshora, irrupciones en domicilios y un reguero de víctimas que empezaban a unirse y a hablar. En mayo de 2024, el hilo se tensó en Madrid: la Policía Nacional los localizó en Alcobendas y, esta vez, las pantallas no les sirvieron de escondite. 

El origen estaba documentado: desde 2017, mujeres venezolanas describían un patrón de acoso persistente atribuido a Rebeca —hostigamiento por apps, llamadas y presencia física en casas y lugares de trabajo—, mientras el foco sobre Francisco crecía por supuesta exhibición y difusión de material sexual de menores en redes. No era un caso aislado: era un mapa con docenas de testimonios que por primera vez se alineaban en público. 

El 9–13 de mayo de 2024, la Fiscalía venezolana elevó el tono: orden internacional de detención y solicitud de extradición por exhibición de pornografía de niños y adolescentes, acoso, promoción o incitación al odio y asociación (agavillamiento), entre otros cargos. El TSJ venezolano formalizó compromisos de enjuiciamiento con garantías para activar el cauce con España. 


El operativo español tuvo un primer tropiezo burocrático: una patrulla los identificó en Madrid cuando aún no constaba orden vigente en los sistemas; horas después, con la difusión activa vía Interpol, los agentes rastrearon hoteles y domicilios. Los hallaron en un hotel de Alcobendas, registrados con el nombre de sus padres, e iniciaron la detención y el proceso de extradición. 

La Audiencia Nacional los envió a prisión provisional sin fianza ante el riesgo de fuga mientras llegaban los pliegos de extradición y se practicaban periciales sobre móviles y discos duros. El juez Ismael Moreno firmó el ingreso cautelar; el expediente pasó a la rueda diplomática y judicial que decide si son devueltos a Caracas para ser juzgados. 

En paralelo, la conversación pública adoptó un apodo inquietante: “mi reno de peluche”. Algunos medios españoles usaron la etiqueta por analogía con la serie de Netflix (obsesión y acoso), aunque aquí el sumario venezolano describe un patrón más amplio —hostigamiento multiplaforma, irrupciones físicas y, en el caso de Francisco, presunta pornografía infantil— que excede la ficción. La comparación ayudó a visibilizar, pero no debe confundirse con el caso británico de la pantalla. 


Las víctimas —en Caracas y otras ciudades— llevan años relatando un miedo cotidiano: mensajes que se multiplican, perfiles clonados, amenazas veladas y la sensación de que el anónimo nunca lo es del todo. Algunas aportaron capturas, audios y denuncias en juzgados que, durante tiempo, naufragaron por inacción o por la dificultad de perseguir ciberacoso transfronterizo cuando el agresor cruza de país. 

Desde España, la causa exhibe otra grieta del tiempo digital: lo rápido que el acoso cruza fronteras y lo lento que viajan las órdenes internacionales. La crónica de EL PAÍS detalla el baile de fechas entre la notificación a Interpol, la validación en Lyon y la activación en Madrid; horas con los sospechosos ya localizados que ilustran por qué las víctimas sienten que el sistema llega tarde. 

A día de hoy, el procedimiento de extradición continúa y rige la presunción de inocencia. Si España autoriza el envío, Rebeca enfrentará cargos por acoso, incitación al odio y exhibición pornográfica de menores; Francisco, por delitos sexuales vinculados a material infantil, conforme a los compromisos formales del TSJ venezolano. La vía alternativa —investigar en España— depende de indicios de delito cometidos aquí. 


Más allá del banquillo, el caso deja una advertencia clara: el terror digital ya no es un subgénero delictivo menor. Requiere cooperación judicial veloz, unidades especializadas y protección integral a víctimas que, muchas veces, llevan la prueba en el bolsillo… y el miedo en silencio. Porque no todos los monstruos viven en cuentos: algunos se esconden detrás de un perfil. 

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