Ante su entorno había señalado a su expareja, Manuel Alonso, con quien mantenía un conflicto por la finca y por el negocio de animales exóticos que rodeaba Los Naranjos. Aquello no era un simple criadero: durante años, por allí circularon especies intervenidas por el Seprona —tigres, leones, serpientes— y un ambiente de negocio opaco que rozaba el tráfico de fauna y otras actividades ilícitas. Lucía había denunciado amenazas y se sentía vigilada.
El caso nació torcido: errores de escena, pruebas disputadas y sombra de encubrimientos. La investigación derivó en la llamada Operación Telaraña, un sumario más amplio donde aparecieron irregularidades que rozaban a agentes y particulares en un ecosistema de corrupción, narcotráfico y contrabando de animales. El crimen no era un punto aislado; estaba anudado a una red.
En 2019, once años después, se sentaron en el banquillo cuatro acusados —la expareja, dos ex guardias civiles como presuntos inductores y un supuesto ejecutor—. El jurado popular los absolvió por falta de prueba concluyente: dudas sobre un ADN discutido, la cadena de custodia y la fiabilidad de un testigo protegido. Aquella absolución encendió la indignación de la familia y dejó el caso al borde del olvido.
Pero no terminó allí. El TSJ de Andalucía ordenó repetir el juicio por irregularidades, y en octubre de 2023 se reabrió la vista con dos únicos acusados: Manuel Alonso (expareja) y Ángel Vaello (señalado como autor material). Ambos negaron conocerse y rechazaron toda vinculación; los peritos y la cronología reconstruyeron la violencia extrema sufrida por Lucía.
El 14 de noviembre de 2023 llegó, por fin, una condena: la Audiencia Provincial de Málaga impuso 24 años de prisión a Manuel Alonso como cooperador necesario y 22 años a Ángel Vaello como autor material del asesinato de Lucía. Quince años después, la justicia establecía un relato judicial firme sobre quién decidió silenciarla y quién ejecutó la orden.
Detrás del titular quedaba la radiografía incómoda: la telaraña que Lucía venía señalando —un mundo donde animales exóticos, drogas y corrupción compartían vallado—, y la dificultad de investigar cuando hay temor, intereses cruzados y pruebas iniciales discutidas. La serie documental “Lucía en la telaraña” dio nombre y contexto a ese entramado, y ayudó a que el caso regresara al centro del mapa público.
La familia, con Rosa Garrido al frente, sostuvo el caso durante tres lustros a base de ruedas de prensa, escritos y memoria. Aquella perseverancia hizo posible que se pasara de un “crimen sin autor” a dos nombres y dos penas. No es revancha: es reparación y mensaje para quien crea que las piscinas borran huellas.
Hoy, cuando se recorre Los Naranjos, queda el eco de una mujer que no calló. Lucía soñaba con rescatar animales; acabó denunciando una red. No murió por estar en el lugar equivocado: murió porque el lugar —y quienes lo controlaban— necesitaban que no hablara más. Esa es la verdad que la sentencia de 2023 deja por escrito.
“La lanzaron a su propia piscina para apagar su voz.
Quince años después, esa agua ya no ahoga: refleja nombres y condenas.”
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