Cuatro días más tarde, la moto apareció estacionada, a unos 15 kilómetros de casa, cerca de la zona donde se perdería su pista: un dato frío que, en la práctica, cerró el compás de búsqueda a un radio de monte y barrancos conocido por senderistas y ciclistas. Allí se multiplicaron las primeras batidas, sin éxito. Durante meses, la sierra guardó su secreto.
El tiempo pasó como pasa el polvo en los caminos: cubriéndolo todo. Su madre, Isabel Martínez, mantuvo el caso vivo en radios y carteles; la ficha de SOS Desaparecidos siguió circulando; la Guardia Civil reactivó peinados periódicos por pistas y taludes. Cada aniversario, la misma pregunta: “¿dónde está Félix?”. Ninguna cámara lo había visto, ningún cajero había escuchado su tarjeta.
El 20 de abril de 2024, casi tres años y medio después, se organizó una nueva batida con voluntarios de Plataforma Adonay y Guardias Civiles Solidarios. Minutos antes del mediodía, cerca del Barranco de Aigües y junto a la N-332, uno de los equipos localizó un blíster de pastillas semienterrado. Pocos metros más allá, bajo un árbol y entre arbustos, un saco de dormir. Dentro, un cuerpo con la misma ropa que llevaba el día que desapareció.
La confirmación no tardó: se trataba de Félix José. El hallazgo, tan próximo al lugar donde apareció la moto, provocó una mezcla de alivio y rabia: estaba “a diez minutos” de las rutas peinadas; la sierra lo había protegido durante años. Las primeras fuentes situaron la hipótesis principal en una muerte autoinfligida, por la presencia de medicación junto al cuerpo, a falta de los informes forenses definitivos.
Para la familia, el descubrimiento cerró una mitad del duelo: ya había un lugar y una fecha. Pero no cerró las preguntas: ¿por qué no se localizó en las primeras búsquedas?, ¿qué falló en el patrón de rastreo?, ¿qué pensó Félix cuando dejó su moto, tomó un saco y se internó unos metros más? Son preguntas legítimas cuando la distancia entre el punto A y el punto B son metros y no kilómetros.
La Guardia Civil enmarcó el hallazgo en una zona montañosa contigua a la carretera, un terreno de jaras, desniveles cortos, cuevas y sombras donde un cuerpo puede quedar oculto a dos pasos del sendero, sobre todo tras meses de sol y lluvias. Las crónicas de aquel fin de semana hablan, además, de estado avanzado de descomposición, lo que complica tanto la identificación inicial como la lectura fina de la escena.
La secuencia completa, a día de hoy, es nítida en los datos esenciales: última vista el 3 de octubre de 2020; moto hallada cuatro días después; cuerpo encontrado el 20 de abril de 2024 en El Campello, en un saco de dormir y con medicación cerca. Todo lo demás —las razones íntimas, la última decisión, el silencio— pertenecen a ese lugar donde la estadística ya no alcanza y solo quedan los afectos.
En la radio, un mes después, Isabel contaba que, pese al dolor, al fin podía hablar de su hijo en pasado sin añadir un condicional a cada frase. La montaña, que había sido sospechosa durante cuatro años, dejó de ser un laberinto y se volvió memorial. Al lado, la comunidad que peinó el terreno con ella —voluntarios, vecinos, motoristas— aprendió la lección más áspera de estos casos: a veces, un metro cuadrado es la distancia entre una historia abierta y una historia que, por fin, se puede contar.
Félix tenía 34 años. Salió con su moto, como tantas veces, y eligió un claro bajo un árbol para desaparecer de la vista del mundo. La sierra guardó su nombre hasta que quienes lo querían fueron capaces de pronunciarlo sin temor a romperse.
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