La Manada de Castelldefels: el piso de la confianza rota y el pacto que cerró un caso que empezó en 2021


En 2021, con el país aún a media luz por las restricciones de la pandemia, cinco hombres en Castelldefels abrieron la puerta de un piso que no era refugio, sino trampa. No buscaban fiesta: buscaban víctimas. Entre marzo y mayo de ese año, captaron a tres jóvenes a través de redes y contactos, las invitaron a “juntadas” de amigos y, una vez dentro, las sometieron en un clima de intimidación y dominación grupal que anula la voluntad. Años después, su nombre se conocería por el eco de otra manada, pero su método quedó fijado por la prueba: chat, vídeos y risas escritas como cuchillos. 

Nada de callejones ni emboscadas. Era un piso “seguro”, copas y música baja. La estrategia, según Fiscalía, pasaba por ganar confianza, favorecer la confusión con alcohol y luego imponer turnos, cerrando puertas y apagando el “no” con fuerza y amenazas veladas. En una de las agresiones, describió el ministerio público, la instrumentalización de objetos agravó la violencia; en otras, el patrón se repitió con variaciones que no alteran el núcleo: cinco contra tres. 

El rastro digital fue su ruina. Los investigadores de Mossos d’Esquadra y la Fiscalía hallaron mensajes de WhatsApp que no eran bromas: eran confesiones. Entre líneas de jactancia, los chats hablaban de elegir objetivos, grabarlo “todo” y circular vídeos sin consentimiento. A veces se autodenominaban con nombres de grupo que emulaban a la “manada” de Pamplona, y la jerga machacaba la dignidad de las víctimas, reducidas a piezas de un juego con reglas marcadas de antemano. 



La causa judicial fue creciendo en silencio hasta estallar en 2024, cuando la Fiscalía pidió 192–196 años de cárcel en suma total para los cinco, con peticiones individuales de 28 a 53 años, reparación económica y medidas de alejamiento estrictas. El escrito detalló que los acusados se coordinaban por WhatsApp (“K-Team” o equivalentes), que contactaban a las jóvenes por apps de citas y que después grababan las agresiones para compartirlas entre ellos. 

El juicio en la Audiencia de Barcelona iba a comenzar el 16 de septiembre de 2025, con un banquillo y un país atentos. Pero antes de abrir la vista, llegó el giro: acuerdo de conformidad. Los cinco admitieron los hechos y aceptaron penas sensiblemente menores a las solicitadas inicialmente: entre 3 años y 11 meses y 8 años y 5 meses de prisión, además de prohibiciones de contacto y alejamiento, libertad vigilada posterior e indemnizaciones a las tres víctimas. 

La cifra global, muy lejos de la petición inicial, encendió el debate social: ¿cómo digerir que lo que la acusación pintó como violencia serial y planificada acabe con condenas inferiores a nueve años? Las explicaciones jurídicas hablan de atenuantes (confesión tardía, reparación, cooperación) y, sobre todo, de proteger a las víctimas: evitar un juicio largo, preguntas revictimizantes y exposiciones públicas que pueden quebrarlas otra vez. El País, RTVE y otros medios recogieron esa tensión entre justicia retributiva y justicia reparadora. 


Más allá del pacto, el relato probatorio no se movió un milímetro: plan, selección de víctimas, intimidación grupal, registro en vídeo y chats donde se jactaban. ABC publicó extractos que hielan: “Yo lo grabo todo”, “la hemos reventado”, bromas sobre el “nivel” de las chicas. No eran deslices: eran piezas de una estructura que cosifica y convierte la violencia en contenido. Ese material sostuvo la prisión provisional de varios de ellos y blindó la acusación. 

Las víctimas, con secuelas psicológicas acreditadas, habían atravesado ya una pandemia y un proceso penal con filtraciones y titulares. Su decisión de aceptar el acuerdo no fue rendición, sino estrategia de supervivencia: cerrar el capítulo sin volver a pasar por un interrogatorio exhaustivo, sin reactivar el trauma en una sala abarrotada. Ese matiz —el derecho a no desangrarse otra vez en público— explica por qué conformidad y reparación pueden convivir, aunque duelan. 

El impacto no se quedó en la sala. Colectivos feministas y sindicatos llamaron a movilizaciones en Barcelona contra lo que ven como una brecha entre el dolor causado y las penas pactadas. El debate, complejo, pide afinar instrumentos: perspectiva de género en juicio, límites a la revictimización y garantías para que la prueba digital (mensajes, vídeos) pese tanto como la palabra a viva voz de quien sobrevivió. La conversación social no terminó con la sentencia. 


En los papeles, el caso está cerrado; en la memoria, no. Porque lo que pasó en ese piso de Castelldefels no fue un malentendido entre copas, sino una trampa. La pandemia dejó calles vacías y miedos nuevos; ellos llenaron ese silencio con depredación. Las tres jóvenes —valientes, rotas, firmes— eligieron hablar y luego elegieron no volver a romperse en el estrado. El país les debe algo más que un titular: les debe escucha, prevención y la certeza de que, detrás de la próxima puerta, no habrá otra manada esperando. 

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