Siete días más tarde, el 25 de agosto, un velero apareció a la deriva a unos 94 kilómetros al sur de Gran Canaria. Dentro, desorientado pero vivo, estaba el perro de James. De él, nada. La Guardia Civil recuperó la embarcación y el animal fue trasladado a una perrera, mientras el océano guardaba su propia versión de la historia.
Las horas previas dejaron migas de pan digitales. Cámaras y pagos situaron a James cenando en la zona de Las Canteras la noche del día 18; a las 22:39 hubo un último movimiento bancario. Esa misma noche denunció el robo de su mochila y su pasaporte, un golpe que añade vértigo a cualquier plan de navegación.
Entre el 24 y el 25 de agosto alguien desde su barco llegó a emitir un “Pan-Pan”, la señal internacional de urgencia un peldaño por debajo del “Mayday”. Un grito técnico al vacío: hay un problema serio, pero aún no es una situación de peligro inminente. Después, otra vez la nada.
Para los investigadores, la hipótesis de trabajo tuvo una lógica cruel: James podría haber subido al mástil para intentar reparar una avería en la vela y habría caído por la borda. El velero siguió navegando sin él; el perro, fiel, esperó. Una explicación sencilla… que todavía no responde a todas las preguntas.
Porque la secuencia de esa noche se resiste a encajar. ¿Quién activó exactamente el “Pan-Pan”? ¿Por qué no hay una trazabilidad más clara de esa alerta? ¿Era James quien estaba al timón tras perder el pasaporte, o alguien más subió a bordo después de verlo por última vez? Las certezas se deshilachan en los minutos que nadie vio.
La familia de Nunan —y con ellos medio mundo— comenzó a coser pistas: el hallazgo del velero, la ruta prevista, la denuncia por robo, el rescate del perro. Pero coser no siempre es comprender. Ellos insisten en que James no habría zarpado ebrio ni de noche, y que no pensaba cruzar el Atlántico sin preparar antes la logística.
Mientras tanto, las gestiones diplomáticas se pusieron en marcha: Exteriores británico ofreció apoyo y se activaron contactos con las autoridades españolas vía Interpol, en paralelo a las pesquisas de la Guardia Civil en Las Palmas. Es el protocolo; no siempre trae respuestas, pero evita que el caso se apague.
Quedan, como arrecifes bajo la superficie, las incógnitas que nadie despeja: un barco sin patrón en mar abierto, un perro que sobrevive, una alerta de urgencia lanzada al éter y una línea de costa que lo vio cenar por última vez. Quizá el océano conoce el resto y se lo guarda en su lengua de sal.
Porque lo más aterrador no es solo que un hombre desaparezca en un mar en calma aparente… sino que el agua devuelva un velero y un testimonio vivo —un perro—, y aún así nadie pueda explicar qué ocurrió entre la última llamada y el primer eco del “Pan-Pan”. Y en ese hueco, exactamente ahí, es donde empiezan las pesadillas.
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