Lucie Blackman: la desaparición en Roppongi que destapó al depredador de Tokio (2000)


Tokio, 1 de julio del año 2000. El verano arde sobre Roppongi cuando una joven británica de 21 años sale de su apartamento: “Voy a ver a un cliente. Vuelvo en unas horas”. No volvió. Lucie Blackman, exazafata de British Airways, había llegado a Japón con la promesa de aventuras breves y dinero rápido. En cuestión de horas, su rastro se disolvió entre neones, taxis y una ciudad que aparenta ser imbatiblemente segura.

Lucie trabajaba como hostess: conversación, sonrisas y cuidados de cortesía en bares exclusivos; ni sexo ni callejones, sino copas caras y clientes de alto poder adquisitivo. Era amable, políglota, curiosa. Tokio, decía, era el lugar ideal para ahorrar y mirar el mundo desde otra altura. Sus amigas la describían como “una luz constante”. Aquella noche, la luz se apagó.

Poco después de salir, su compañera de piso recibió una llamada anómala de voz masculina: Lucie —decía— se había marchado a un “retiro espiritual” y volvería en unos días. Alguien intentaba escribir el guion del olvido. La denuncia de desaparición activó una búsqueda que, muy pronto, desbordó idiomas, fronteras y protocolos.


Los padres de Lucie, Tim y Jane Blackman, volaron a Tokio, empapelaron Roppongi y Miura con su foto, ofrecieron recompensas y pelearon contra la burocracia y el silencio. Semanas sin una pista sólida. La embajada británica mediaba; la policía japonesa miraba con recelo un submundo nocturno que prefería no ser mirado. El verano se fue enfriando sin respuestas.

Hasta que, en octubre, un aviso anónimo condujo a la policía a una vivienda costera en Miura. Bajo una estructura de hormigón, en una cavidad preparada para esconder, aparecieron restos humanos: eran de Lucie. Enterrada, desmembrada, cubierta de cemento. Tokio, la ciudad hipervigilada, había tardado meses en ver lo que alguien había decidido que no debía verse.

El propietario de aquella casa era Joji Obara, un millonario nipocoreano de vida impecable en la superficie y un archivo de horror en el fondo: cientos de cintas con agresiones sexuales a mujeres —muchas extranjeras—, sedadas con cócteles adulterados y filmadas inconscientes. Su coto de caza eran los bares de azafatas y el circuito de expatriadas que confiaban en la leyenda de una metrópoli sin sobresaltos.


Obara fue detenido y juzgado. El proceso fue un laberinto: tecnicismos, pruebas indiciarias, grabaciones, cronologías de cócteles y apartamentos. En 2007 recibió cadena perpetua por múltiples violaciones y por la ocultación y abandono del cuerpo de Lucie, aunque el tribunal lo absolvió del asesinato por falta de prueba directa; más tarde, en apelación, se reforzó su responsabilidad penal en el conjunto de los hechos. Obara continúa cumpliendo cadena perpetua.

El caso Blackman arrancó máscaras. Japón revisó fallas en la persecución de delitos sexuales y en la protección de mujeres extranjeras en la industria del ocio nocturno; Reino Unido impulsó apoyos consulares y fondos para familias con desaparecidos en el extranjero. Tim Blackman impulsó una fundación que hoy asiste a víctimas británicas de crímenes fuera del país y presiona por cambios cuando el crimen cruzó la frontera mucho antes que la justicia.

Queda la persona detrás del titular. Lucie tenía 21 años, escribía diarios, quería volver con historias, no convertirse en una. En su tumba, su padre dejó una frase que duele y explica: “Viajar era su sueño. El mundo le mostró su peor cara”. En Tokio, la memoria de Lucie convirtió la palabra “seguridad” en pregunta.


Porque lo que aterra no es solo el monstruo con traje que aprendió a moverse entre neones, sino la calma de una ciudad que tardó en mirarlo. ¿Cuántas Lucies más cruzaron una puerta creyendo que era un trabajo y se toparon con un depredador? ¿Y cuántas verdades siguen enterradas bajo el cemento del prestigio, esperando a que alguien, por fin, se atreva a romperlo?

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