Francisca Ballesteros, “la envenenadora de Melilla”: el veneno, los chats y una familia rota (1990–2005)

Melilla, verano de 2003. En una vivienda del barrio del Real fumigan por cucarachas. A los pocos días, el padre de familia enferma gravemente y termina en la UVI. Meses después muere “por fallo multiorgánico”. Nadie imagina aún que aquella casa guarda un secreto más corrosivo que cualquier insecticida. Detrás de la apariencia de madre abnegada, Francisca Ballesteros llevaba años tejiendo una salida: un nuevo amor conocido en Internet y una idea fija para “empezar de cero”. El atajo elegido fue el veneno. 

La biografía parece normal: nacida en Valencia (1969), casada con Antonio González Barribino, tres hijos —Florinda, Sandra y Antonio— y vida en Melilla. Pero ya en 1990 se produce el primer hecho sin explicación: muere su bebé, Florinda, con 5–6 meses. Se atribuye a un “coma diabético”. Nadie sospecha. Décadas después, la justicia considerará probado que Francisca ya había envenenado a su hija. Fue el ensayo general de un plan que tardaría catorce años en completarse. 

La secuencia que destapa el caso arranca en octubre de 2003: Antonio ingresa en UCI y fallece el 12 de enero de 2004. El entorno achaca el deterioro a la fumigación de la vivienda. La explicación cuadra… hasta que, meses después, los dos hijos también enferman. Las excusas de la madre para evitar llevarlos al médico alarman a vecinos y a un tío paterno, que llama a emergencias. El puzzle cambia de forma. 

El 4 de junio de 2004, Sandra (15) llega al hospital con insuficiencia respiratoria, shock y fallo multiorgánico. Muere en apenas media hora. Al día siguiente, Antonio (12) ingresa con síntomas parecidos pero sobrevive. Los análisis detectan sedantes (benzodiacepinas, zolpidem) y los forenses ordenan autopsia de Sandra y exhumación del padre: en ambos aparecen restos de cianamida (principio activo del fármaco Colme, indicado —bajo control médico— para tratar el alcoholismo en adultos). Ya no hay duda de que no fue la fumigación. Fue envenenamiento. 

La policía registra la casa: hallan botellas de agua en los cuartos de los niños con cianamida disuelta y fármacos hipnóticos. Francisca es detenida el 6–7 de junio de 2004 y confiesa: llevaba tiempo administrando a sus hijos cianamida y sedantes “para que estuvieran tranquilos”; a su marido también. Ante el juez, completará la cronología: en 1990 mató a Florinda; en 2004, a Antonio y Sandra; intentó matar a su hijo. Motivo declarado: “quería empezar una nueva vida” con un hombre que había conocido en chats. 

El juicio arranca el 21 de septiembre de 2005. Peritos psiquiatras descartan trastorno que anule su responsabilidad: actuó en plenas facultades. El “amante” virtual testifica que se prometieron en diciembre de 2003; ella le dijo que era viuda. La Fiscalía recalca la persistencia en el propósito, el uso de venenos de efecto lento y la alucinante frialdad con la que fue sustituyendo la mesa familiar por el gotero químico. 

El 26 de septiembre de 2005 llega el veredicto: 84 años de prisión. El tribunal considera asesinato de Sandra (25 años, con alevosía y ensañamiento), asesinato de Florinda (20 años), asesinato de Antonio padre (20 años) e intento de asesinato de su hijo Antonio (19 años), con agravante de parentesco e indemnizaciones superiores a 500.000 € para el menor por la muerte de su padre y hermanas y por sus propias lesiones. El Tribunal Supremo confirmará después la condena. Durante el proceso, la acusada no mostró arrepentimiento. 

Más allá de los titulares, el caso iluminó tres lecciones: (1) el veneno como arma doméstica y la necesidad de rastreos toxicológicos cuando varias “dolencias” se agravan en un mismo domicilio; (2) la vulnerabilidad de menores sometidos a sedación crónica; (3) el uso instrumental de Internet: mientras la fachada era la de una madre discreta, en los chats construía una coartada biográfica (viudez, accidentes) para cambiar de vida. 


La televisión pública recogió la investigación años después en Ciencia Forense (RTVE), reconstruyendo el “caso Ballesteros”: de la fumigación a la exhumación, del síntoma sin causa al veneno como denominador común. No hubo golpes, ni sangre, ni escenas espectaculares; hubo paciencia, goteros invisibles y ensayos que duraron meses. El horror cotidiano cuesta más de ver… y por eso sobrevive más tiempo. 

Hoy, Francisca Ballesteros continúa encarcelada por una historia que estremeció a Melilla y que aún sirve de caso escuela en toxicología y criminología. La pregunta que queda no es “cómo pudo”, sino por qué nadie miró antes: un marido enfermo tras fumigar, una hija muerta de golpe, un hijo con el mismo cuadro. La suma pedía —entonces como ahora— pensar en venenos. Y, sobre todo, creerle al cuerpo cuando grita lo que la casa calla. 

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