Gata de Gorgos: la tarde de un bate, un testigo con miedo y un pueblo que aún pide justicia (22 de junio de 2024)

A las 16:30 del sábado 22 de junio de 2024, el 112 recibió un aviso desde Gata de Gorgos (Alicante): un hombre yacía en la vía pública con traumatismos severos en cara, cuello y tronco. Era David Lledó Caselles, 38 años. Los sanitarios intentaron reanimarlo; la parada cardiorrespiratoria fue irreversible. La escena —dicen las primeras notas— hablaba de golpes repetidos con un objeto contundente. 

La Guardia Civil tomó la calle como si fuese un plano roto: marcas, huellas, voces. Un testigo presencial relató que dos hombres le golpearon con un bate de béisbol negro y que tras los impactos uno de ellos llegó a escupir sobre la víctima. Es el mismo testigo que, días después, contaría en televisión, con la voz distorsionada, que había empezado a recibir amenazas de muerte: “sabemos dónde vives… tú ya estás muerto, pero no lo sabes”. 

Las primeras detenciones llegaron en 48 horas: tres hombres fueron arrestados por su presunta relación con la agresión mortal. La línea de investigación inicial situó a uno como presunto autor material y a dos como colaboradores. La noticia, seca y breve, decía lo esencial: había palos y había testigos; el resto, de momento, era instrucción y prudencia. 


Lo que pudo llevar a esa violencia no parece un misterio para los agentes: varias fuentes coinciden en que días antes David habría reprendido a uno de los implicados por un acoso a una amiga suya. La hipótesis de “ajuste” o “represalia” encajó con los testimonios y con el relato de la pareja de David en televisión: volvió del bar “a por agua” y, cuando salió, se ensañaron con él. La cronología es corta, la rabia, larga. 

El principal investigado, Mohamed H., 39 años, ingresó en la prisión de Fontcalent el 24 de junio. Un mes después, el 25–26 de julio, la Audiencia Provincial de Alicante estimó parcialmente su recurso y acordó su libertad bajo fianza de 3.000 euros, con medidas. La excarcelación provocó indignación y temor en el municipio; hubo concentraciones vecinales y nuevas peticiones de protección para el testigo. 

El caso siguió a cielo abierto: manifa en la plaza, velas en silencio, pancartas sin estridencias. La familia pidió “justicia sin odio”, subrayando que su demanda no iba contra ninguna nacionalidad ni religión, sino contra la impunidad. El pueblo, un sábado después, fue un mapa de anónimos que caminaron juntos, con el nombre de David al frente. 


En paralelo, la instrucción avanzó con los pasos de siempre: atestado, periciales, cotejo de grabaciones y teléfonos, reconstrucción de movimientos y de roles. A la hora de escribir estas líneas, la causa se mantiene abierta y rige la presunción de inocencia para todos los investigados. Lo probado —golpes, objeto contundente, hora, lugar— convive con lo que falta: la pieza que cierre quién hizo qué y cómo. 

Más allá del sumario, quedó el miedo. El del testigo que dice recibir llamadas ocultas. El de un vecindario que mira dos veces al doblar la esquina. Y la pregunta incómoda: ¿cómo se protege de forma efectiva a quien sostiene una causa con su testimonio? Si el terror telefónico busca que no hable, el Estado debe garantizar que pueda y quiera hablar. 

El asesinato de David Lledó —así lo nombran los titulares— reabrió debates familiares en España: medidas cautelares, criterios de prisión provisional, uso de fianzas en homicidios, riesgos para testigos y el fino equilibrio entre garantías y seguridad. No hay fórmula perfecta; sí hay datos duros: un hombre muerto a plena tarde, tres detenidos, un principal investigado en libertad bajo fianza y un testigo que pide amparo. 


David tenía 38 años. Trabajaba, hacía vida de barrio, salía a por agua a media tarde. En Gata de Gorgos aprendieron de golpe que el horror no siempre llega de noche: a veces aparece con un bate en la mano, en mitad de la siesta. El resto depende de nosotros: que el miedo no silencie al testigo, que la justicia sea rápida y limpia, que el nombre de David no se apague en el siguiente titular. 

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