Estudiaba en el concertado Irlandesas de Loreto, en Sevilla. Desde hacía meses repetía lo mismo: la estaban acosando. Lo dijo en casa, lo insinuó en clase, dejó señales donde pudo. “Me insultan. Ya no quiero ir”, alcanzó a decir, esperando que alguien abriera una puerta.
La familia llevó las quejas al centro en dos ocasiones. Querían el paraguas del protocolo, ese que dice que ante el mínimo indicio hay que actuar, documentar, proteger. Pero los papeles —según su relato— se quedaron fríos, y la niña siguió caminando sola.
A comienzos de octubre, una tarde cualquiera, Sandra volvió a casa como siempre. Nada en la calle avisaba lo que estaba por romperse. Después, solo quedó un silencio que pesó más que las mochilas y que cualquier boletín de notas.
El barrio amaneció con flores pegadas a la verja del colegio, con alumnos mirando al suelo y padres buscando palabras que no existen. La fachada, de repente, fue pared de duelo y espejo de preguntas que nadie quería hacerse.
Las autoridades se movieron rápido. La Junta de Andalucía abrió un expediente para revisar si el centro activó, como debía, cada paso del protocolo antiacoso. La Fiscalía de Menores inició diligencias en dos direcciones: la del presunto hostigamiento y la de la posible responsabilidad del colegio por omisión.
Mientras tanto, aparecieron pintadas que mordían: “Encubren bullies”. Hubo patrullas, concentración de vecinos, claustros tensos. En redes, el caso se hizo vendaval; en las aulas, apenas un murmullo: compañeros que no entendían, profesores que se preguntaban dónde falló la mirada.
Hay cosas que los documentos no arreglan. El protocolo sirve, pero no abrigará a nadie si llega tarde. Registrar, separar, acompañar, avisar: cuatro verbos que a veces se quedan en la pared del despacho y no pisan el patio donde duele.
Sandra pidió ayuda, y eso debería bastar para que el mundo adulto se volviera su escudo. La investigación dirá si hubo incumplimientos, plazos que no se cumplieron, puertas que no se abrieron. Lo que ya sabemos es que la urgencia de una niña corre más rápido que cualquier sello.
Quedan su nombre, su pupitre vacío y un aviso que raspa: cuando un menor dice “no puedo más”, el tiempo del colegio se detiene y el del cuidado empieza. Escuchar no es oír; actuar no es prometer. A Sandra no la apagó la noche: la empujó el ruido que nadie quiso o supo traducir.
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