Germán Quintana Blanco: el niño que se perdió en Covadonga y encendió una búsqueda que costó siete vidas (Picos de Europa, 1987)

El 7 de junio de 1987, en el último tramo de una excursión escolar hacia el mirador de Ordiales, un niño de Oviedo de 13 años, Germán Quintana Blanco, se separó unos minutos del grupo en los Lagos de Covadonga (Picos de Europa, Asturias). Nunca regresó. Aquel domingo claro, entre hayedos y caliza, una ausencia minúscula abrió una grieta gigantesca en la montaña y en la memoria asturiana. 

El dispositivo de búsqueda se activó de inmediato: Guardia Civil, bomberos, montañeros, guías, vecinos y equipos especializados comenzaron a peinar el macizo occidental. Se rastrearon collados, lapiaces, jous y canales bajo niebla intermitente, con el tiempo jugando en contra y un terreno que, para los que conocen Picos, no perdona un desvío. Las primeras horas no dieron ni una prenda, ni un eco, ni un rastro. 

La orografía dictaba su ley. Los rescatadores señalaban zonas como el entorno de Vegarredonda, las proximidades del Jou Santo y los cortados que desaguan hacia jous profundos y barrancos abruptos, donde una caída queda fuera de vista a metros de distancia. Las batidas se extendieron por días con helicópteros, perros y cordadas, mientras la familia aguardaba en Cangas de Onís cada parte con la respiración contenida. 


Cinco días después, el 12 de junio, la niebla cerró el cielo frente al Enol. El helicóptero de la Ertzaintza que apoyaba las labores de búsqueda chocó contra la ladera del pico Sohornín durante una maniobra, y cayó. Murieron sus siete ocupantes —entre ellos el piloto, el mecánico, cuatro guías caninos del Grupo del Perro de Salvamento de Euskadi y el responsable técnico de Protección Civil del Principado— y también perecieron cuatro perros de rescate. La montaña, además de silencio, cobró un precio insoportable. 

Aquel accidente marcó para siempre el caso. Desde entonces, cada aniversario, Asturias y Euskadi recuerdan a “los héroes del Enol” junto al monolito Estela de Joaquín Rubio Camín, a orillas del lago, para nombrar uno a uno a quienes perdieron la vida buscando a un niño de 13 años al que no conocían. La ceremonia es sobria: flores, uniformes, familias y un viento frío que baja del macizo y habla de lo que allí ocurrió. 

La búsqueda de Germán continuó sin éxito. El macizo occidental —el de los lagos, Ordiales, la Porra de Enol— puede esconder durante décadas lo que toma en una tarde. Años después, la prensa recordaba que en la zona los rescates tardan en empezar por meteorología y relieve, y que hay depresiones kársticas donde la vista no alcanza: un paso en falso, un giro de niebla, y el mundo se acaba a tres pasos. Germán nunca fue localizado. 


El paso del tiempo no cerró la historia: la fijó. En 2012, al cumplirse 25 años, crónicas locales reconstruyeron la última vez que se le vio, el ritmo de la excursión del colegio Loyola, los radios de búsqueda y los vacíos que dejó: sin ropa, sin pertenencias, sin señales. Se mencionaron posibles itinerarios fatales que caen hacia el río Junjumia, cerca del refugio de Vegarredonda, con cortados capaces de ocultar para siempre. Nada fue concluyente. 

En 2017, 30 años después del siniestro del helicóptero, las instituciones volvieron al Enol. Hubo discursos breves y un mensaje repetido: el servicio público también se escribe con nombres que no regresan. La memoria de aquellos siete rescatadores quedó unida para siempre al nombre de un niño que aún se busca en cada mapa y en cada relato de los viejos montañeros de Picos. 

Hoy el expediente de Germán Quintana Blanco permanece abierto en el archivo emocional de Asturias y en el aprendizaje duro de los equipos de rescate: coordinación interinstitucional, meteorología como juez, navegación en terreno kárstico y límites operativos en niebla cerrada. Lo que la montaña no devolvió, la comunidad decidió sostenerlo con memoria y cuidado de quienes suben después. 


Germán tenía 13 años; llevaba una mochila pequeña, botas, ilusión y un horizonte que parecía al alcance de la mano. La montaña lo vio ir. El bosque no lo devolvió. Y sin embargo su nombre quedó prendido al lago, a la piedra, a un monolito y a siete flores que cada junio recuerdan que hay búsquedas que nunca terminan y sacrificios que un país no debe olvidar. 

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