Godella: dos niños, un bidón de barro y una madrugada en la que la locura tuvo método (Valencia, 14 de marzo de 2019)

A las 8:30 de la mañana del 14 de marzo de 2019, un vecino de Godella llamó a la Guardia Civil: una mujer caminaba desnuda, cubierta de barro, diciendo frases inconexas por un paraje próximo a una casa semiderruida donde vivía con su pareja y sus dos hijos. Minutos después, los agentes localizaron al padre, Gabriel Carvajal, alterado, con una frase que dejó helado el aire: “los niños están con Dios”. La madre, María Gombau, había desaparecido del entorno. Empezó una búsqueda contra el reloj. 

El registro del inmueble aumentó la inquietud: estancias caóticas, pintura roja en las paredes, restos de simbología y un patio que parecía escenario de ritual doméstico. No había rastro de Amiel (3 años) ni de Ixchel (5–6 meses). Patrullas, perros y helicóptero rastrearon el entorno inmediato mientras se desplegaba un dispositivo perimetral. La hipótesis de una huida se desvanecía con cada minuto. 

Al poco, los guardias hallaron a María escondida dentro de un bidón. Tiritaba, cubierta de barro hasta la cintura. Su estado mental era crítico: los investigadores documentaron un brote psicótico compatible con antecedentes de atención psiquiátrica desde 2017. En intervalos de lucidez, alternó negaciones con frases de tinte mesiánico. La pieza que faltaba llegó cuando, tras horas de presión y con la presencia de un médico, indicó dónde buscar. 


A escasos metros del caserío, los agentes localizaron dos fosas someras. Allí estaban Amiel e Ixchel, enterrados en el terreno. La inspección ocular y las primeras periciales llevaron la calificación de homicidio a asesinato por la alevosía intrínseca: víctimas muy pequeñas, sin posibilidad de defensa. Aquella tarde, ambos progenitores quedaron detenidos. La provincia entera se quedó sin aliento. 

La fase de instrucción puso foco en dos vectores: el delirio místico de la madre (con ideas de fin del mundo, reencarnación y mensajes “de Dios”) y la participación activa del padre antes, durante y después de los hechos. Cuatro evaluaciones psiquiátricas coincidieron en el brote psicótico de María; al tiempo, el juez subrayó la inverosimilitud de la versión de Gabriel —no pidió ayuda pese a disponer de tres teléfonos en la vivienda— y su intervención en el ocultamiento. 

El juicio se celebró en junio de 2021 ante jurado popular. El veredicto fue contundente: culpables ambos por el doble asesinato y ocultación de los cuerpos. La Audiencia de Valencia impuso a Gabriel Carvajal 50 años de prisión (máximo de cumplimiento 40) y dictó para María Gombau medida de seguridad de internamiento psiquiátrico al apreciarse eximente completa de anomalía psíquica. La prisión permanente revisable no era aplicable por la fecha y la configuración del tipo penal solicitado. 


En diciembre de 2022, el Tribunal Supremo confirmó la sentencia: mantuvo los 50 años a Gabriel y el internamiento de María como coautora exenta de pena por enfermedad mental. Con esa resolución, el relato judicial quedó fijado: marco delirante en la madre y dominio funcional del hecho y encubrimiento en el padre, sin que prosperaran sus alegatos exculpatorios. 

Detrás del expediente quedaron los detalles que dieron al caso su carácter de pesadilla: la vida aislada en la casa en ruinas, los símbolos pintados, las ideas apocalípticas, el uso del bidón como escondite y las dos fosas cavadas a mano. La prensa habló de “tintes rituales”, pero el tribunal despojó el suceso de mística: asesinatos consumados en un contexto de psicosis y corresponsabilidad paterna. 

La pregunta social fue inevitable: ¿qué red de salud mental y protección a la infancia falló antes de que la tragedia ocurriera? El sumario recordaba que María estaba en seguimiento psiquiátrico desde 2017; también que la pareja había optado por una vida “fuera del sistema”, con aislamiento y consumo de sustancias, un cóctel que agrava cualquier descompensación. No hubo alerta efectiva que detuviera la espiral. 


Godella terminó convertida en un caso escuela: cuando el amor se tuerca en delirio y el entorno rompe puentes con la atención sanitaria, la prevención falla y la tragedia se vuelve probable. Dos nombres —Amiel e Ixchel— bastan para sostener la lección. No eran símbolos ni relatos; eran dos criaturas. Y el deber de todos, la próxima vez, es escuchar a tiempo al sistema de alarma que ya estaba sonando. 


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