Sara Feraru: una niña de cuatro años, 30 avisos perdidos y una sentencia que estremeció a Valladolid

Valladolid, 3 de agosto de 2017. A primera hora de la mañana una ambulancia entra en urgencias: es Sara Feraru, cuatro años. Llega desde el piso familiar del barrio de La Rondilla con lesiones incompatibles con un accidente. Los forenses certificarán después un traumatismo craneoencefálico fatal y signos recientes de violencia; su cuerpo mostraba el relato silencioso de un maltrato que venía de lejos. Esa tarde, pese a los esfuerzos clínicos, la niña muere. El caso pone patas arriba a la ciudad y, poco después, al país entero. 

La investigación policial y judicial reconstruyó el último mes de vida de Sara: un crescendo de agresiones que, según el jurado, se concentraban cuando quedaba al cuidado del compañero de su madre, Roberto H. H. La autopsia habló claro —zarandeos, golpes, violencia sexual intentada— y los peritos fijaron un itinerario de lesiones recientes y otras más antiguas, compatibles con malos tratos habituales. No había “mala caída” que explicara aquel cuadro. 

El expediente abrió un segundo frente: ¿dónde había fallado la protección institucional? Semanas después del crimen, la consejera de Familia de Castilla y León compareció de urgencia en las Cortes autonómicas para detallar la actuación de los Servicios Sociales de Valladolid. Existían seguimientos previos y alertas en el sistema, pero el tiempo —otra vez— corrió más rápido que la protección. La comparecencia dejó una conclusión amarga: la respuesta pública había sido insuficiente para evitar el final. 


Veintiún meses más tarde llegó el juicio con jurado popular. A finales de mayo de 2019, nueve ciudadanos declararon culpable a Roberto H. H. de asesinato, agresión sexual, maltrato habitual y delitos conexos; y consideraron responsable por omisión a la madre, Davinia M. G., por no impedir lo que sucedía delante de ella. La Fiscalía y las acusaciones pedían las penas más altas; el relato probatorio hablaba de ensañamiento y de un componente de odio que el jurado recogió en su motivación. 

El 5 de junio de 2019, la Audiencia Provincial de Valladolid dictó una sentencia histórica: prisión permanente revisable para Roberto —la primera impuesta en Castilla y León—, más penas acumuladas por agresión sexual y maltrato; y 27 años y 11 meses para la madre (25 por asesinato por omisión y 2 años y 11 meses por diversos delitos de maltrato). El fallo subrayó que la niña vivía en un entorno de violencia sostenida y que su madre, lejos de activarse para protegerla, permitió que continuara. 

La defensa recurrió y en mayo de 2020 el Tribunal Supremo confirmó el núcleo del veredicto: mantuvo la prisión permanente revisable del autor material y fijó para la madre 10 años por asesinato por omisión más 2 años y 11 meses por maltrato —en total, 12 años y 11 meses—, corrigiendo a la baja el cómputo de la Audiencia. La Sala Segunda desestimó el resto de recursos y dejó la sentencia prácticamente firme. 


En febrero de 2021, el Tribunal Constitucional inadmitió los últimos recursos de ambos condenados. A efectos prácticos, el itinerario judicial quedaba cerrado: él ingresaba en el horizonte de una condena de duración indeterminada sujeta a revisión, y ella asumía una pena de larga duración por no haber protegido a su hija. La justicia, esta vez, llegaba con nombres, fechas y responsabilidades. 

Años después, un nuevo titular recordó el caso: en diciembre de 2022 la Audiencia de Valladolid resolvió que Roberto no se beneficiaría de las rebajas de penas derivadas de la ley del “sí es sí”, al estar cumpliendo prisión permanente revisable por asesinato y agresión sexual. Y en julio de 2025 la prensa local informó del régimen de semilibertad para la madre, dentro de la ejecución de su condena. La herida seguía viva en la ciudad que aún pronunciaba el nombre de Sara en voz baja. 

Más allá de lo penal, el caso Feraru dejó una pregunta que no caduca: ¿cómo convertir las señales tempranas de riesgo en protección efectiva? Las actas parlamentarias y las crónicas del juicio dibujan un patrón reconocible —alertas dispersas, coordinación imperfecta, decisiones tardías— que obliga a reforzar detección, intervención y seguimiento cuando hay indicios de maltrato infantil. Nada devuelve una vida, pero sí puede evitar la siguiente. 


Sara tenía cuatro años. Vivía entre dos mundos: el de los papeles que advertían y el de una casa donde el dolor se repetía. Su nombre se convirtió en símbolo jurídico —por la primera permanente revisable castellano-leonesa y por la condena a una madre por comisión por omisión—, pero, sobre todo, en un recordatorio ético: creer a tiempo, actuar a tiempo. Porque esa es la diferencia entre escribir una sentencia… o redactar un epitafio. 

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