6 de marzo de 2012, Las Palmas de Gran Canaria. Antonio Quesada (76) y Ana María Artiles (74) salen de casa en Guanarteme rumbo a su sucursal. Cita de tarde con el subdirector que gestiona sus ahorros. A las 18:32 las cámaras los captan juntos en la calle, a pocos metros, tras él. Después, nada: ni llamadas, ni regreso, ni rastro. El barrio se queda con dos sillas vacías y un reloj detenido.
Pasaron más de cinco años sin respuestas. El 20 de agosto de 2017, un cazador y su perro encontraron restos humanos enterrados en el Barranco de Las Vacas (Temisas, entre Santa Lucía y Agüimes). Eran ellos. Los informes forenses hablaron de traumatismos: cráneos fragmentados, huesos rotos. La montaña devolvía huesos; la historia, aún, no devolvía culpables.
Las cuentas contaron lo que las palabras no podían: ese mismo 6 de marzo de 2012 se retiraron 78.400 € de la cuenta del matrimonio. La firma atribuida a Antonio apareció “dubitada”, y el manejo de esa operativa apuntaba a quien llevaba personalmente sus productos financieros. Después, durante meses, ingresos de 400 € en serie simularon una renta que nunca existió. Un guion contable con olor a coartada.
El foco se posó desde el inicio en Rogelio S. T., subdirector de la oficina. Era la última persona que vio al matrimonio con vida, caminando por delante, y quien recibía a clientes mayores fuera de horario. En 2012 seguía en el banco; en 2018 fue despedido por prácticas ilícitas con otros clientes de perfil similar. La sombra del móvil económico se alargaba.
En junio de 2023, la causa acabó archivada por falta de indicios “suficientemente sólidos”. Pero la familia recurrió y, el 6 de septiembre de 2024, la Audiencia Provincial ordenó reabrir la investigación por asesinato, al considerar que los indicios —aunque indirectos— son “más que notables”: la firma dudosa, la retirada de 78.400 €, la gestión personal de las cuentas y las dificultades económicas del investigado.
Tras la reapertura, el instructor citó a Rogelio S. T.: se negó a declarar, quedó en libertad pero con medidas cautelares. Desde enero de 2025, debe comparecer cada lunes en sede judicial mientras dura la instrucción; la Fiscalía se opuso al ingreso en prisión provisional. Es el único investigado por el doble crimen.
La reconstrucción que pide la familia encadena piezas que no encajan: desaparición el día del vaciado de la cuenta; una salida a pie tras el banquero; hallazgo en un barranco a decenas de kilómetros; violencia acreditada por lesiones; y un supuesto mecanismo de simulación de ingresos para retrasar alarmas. No hay testigo del golpe, pero hay una contabilidad que respira prisa.
En diciembre de 2024 el juez volvió a imputar formalmente al sospechoso siguiendo el mandato de la Audiencia; en julio de 2025 ordenó una nueva prueba caligráfica para cotejar las firmas de la operación de 78.400 €. La línea de trabajo es nítida: si se acredita falsedad, el móvil queda fijado y el relato se cierra. Si no, seguirá siendo una cadena de indicios convergentes que aún necesita un último nudo.
La otra mitad del caso es la demora: once años entre desaparición y reapertura; pruebas degradadas, memorias gastadas, forenses rebuscando verdad en huesos. Aun así, la Audiencia fue clara: los indicios económicos y la proximidad del investigado en lugar y tiempo obligan a seguir. La justicia tarda, pero a veces llega con la disciplina de un sumario que no acepta el olvido como veredicto.
Para las hijas, la justicia tiene un nombre sencillo: saber quién, cómo y por qué. Quieren que se mire de nuevo ADN, telefonía, geoposicionamiento y tránsitos; que se investiguen posibles colaboradores y que el dinero hable del crimen tanto como los golpes hablaron de la violencia. “Lo que no puede ser —repiten— es que el barranco hable y el expediente calle.” Hoy, la causa sigue abierta; el banco de los jueves por la tarde ya no existe; el barranco sigue ahí. Y el eco de dos nombres pide, por fin, una firma verdadera al pie de la justicia.
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