Brembate di Sopra, 26 de noviembre de 2010. Tarde fría, cielo de plomo, una niña de 13 años sale del polideportivo donde entrena gimnasia rítmica. Se llama Yara Gambirasio. Falta muy poco para casa: apenas 700 metros entre la puerta del gimnasio y su portal. “Voy caminando, mamá, llego en diez minutos”. Nunca llegó.
Esa misma noche, la familia denuncia la desaparición. Carabinieri, voluntarios, perros, drones improvisados de aeromodelismo, fincas rastreadas, cunetas, canales. Un pueblo entero convertido en cuadrícula de búsqueda. Días que se vuelven semanas con un único rostro en los informativos de Italia. El país entero —Bérgamo, Lombardía, Roma— busca a Yara.
El 26 de febrero de 2011, tres meses después, un aeromodelista que paseaba a su perro en Chignolo d’Isola, a unos 10 km de Brembate, ve algo entre los matorrales. La policía confirma lo indecible: el cuerpo de Yara. Está vestida con la ropa del entrenamiento; la descomposición y el frío cuentan su propio tiempo. La autopsia hablará de golpes, heridas punzantes y de una muerte que llegó por la suma del frío y las lesiones, más que por una única puñalada fatal. No hay signos claros de agresión sexual.
Pero entre la ropa aparece algo más: trazas biológicas masculinas. Un rastro invisible que no entiende de silencios. Los peritos bautizan aquel perfil como “Ignoto 1” —el Desconocido 1— y arranca una de las investigaciones genéticas más extensas de Europa: decenas de miles de muestras tomadas a varones de la zona para buscar una aguja de ADN en un pajar de rostros.
Durante años, el ADN no encaja con nadie… hasta que surge una coincidencia parcial en el coche de una mujer. La pista lleva a un nombre que ya no puede hablar: Giuseppe Guerinoni, conductor de autobús, fallecido en 1999. Si “Ignoto 1” comparte marcadores con él, pero su viuda y sus hijos legales no cuadran, la ciencia sugiere lo obvio y lo devastador: el asesino sería un hijo extramatrimonial de Guerinoni. El árbol genealógico empieza a cerrarse alrededor de un hombre vivo.
El 16 de junio de 2014 la policía llama a la puerta de Massimo Giuseppe Bossetti, albañil de Mapello, casado, padre de tres hijos. Su ADN —dicen los peritos— coincide con el de “Ignoto 1” en términos prácticamente imposibles de replicar por azar. Él lo niega todo: asegura que jamás vio a Yara. La detención divide tertulias y sobremesas, pero para los investigadores el rompecabezas, por fin, encaja.
En 2016, el tribunal de Bérgamo dicta cadena perpetua. El relato probatorio se ancla en el perfil genético recuperado en las prendas de Yara y en la genealogía que lo enlaza, a través de Guerinoni, con Bossetti. La defensa habla de posible contaminación o errores de laboratorio, pide nuevos análisis de las muestras; los jueces escuchan, pero no encuentran grietas suficientes. En 2018, la Corte de Casación —máximo órgano penal italiano— confirma el ergastolo: sentencia definitiva.
El juicio deja preguntas flotando —como siempre ocurre cuando la ciencia ocupa el lugar del testigo—: ¿hubo una motivación sexual fallida?, ¿fue un ataque de oportunidad?, ¿por qué Yara apareció tan lejos del gimnasio? La literatura periodística cuenta un caso sin confesión, sin arrepentimiento, sin una palabra del condenado que alivie o explique. El ADN habló más alto que él, pero la ausencia de relato humano convierte la verdad judicial en una piedra fría.
El expediente forense, en cambio, es meticuloso: prendas, trazas, mapas celulares, estudios antropológicos; la famosa búsqueda masiva —más de 20.000 varones— que expuso secretos familiares que dormían bajo el apellido, y un laboratorio que reconstruyó una paternidad desde la tumba para señalar a un hijo que no sabía de ese padre. Italia miró perpleja cómo la genética convertía una intuición en una identidad.
Hoy, Yara es un símbolo: de una comunidad que no dejó de buscar, de unos padres que pidieron justicia sin odio, y de una investigación que cambió para siempre la conversación sobre el ADN en los tribunales. La paz, dicen, no llegó con la sentencia; llegó con la certeza de haberla encontrado. Con saber que los 700 metros que nunca recorrió fueron seguidos por todo un país durante 92 días.
En la puerta del gimnasio, el rumor de las niñas que entrenan suena distinto desde entonces. Cada tarde, cuando salen con el chándal azul y el tiempo por delante, alguien recuerda a Yara. La ciencia puso un nombre donde solo había sombra. El resto —la pena, el vacío, la pregunta— pertenece a los que se quedaron. Porque hay historias en las que el hilo rojo no es una metáfora: es una cadena de ADN capaz de tejer, al fin, un destino.
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