Era la tarde del 12 de diciembre de 2018 en El Campillo (Huelva). Cielo limpio, frío de invierno y una decisión sencilla: estrenar una ruta corta de running alrededor del pueblo. Laura Luelmo, 26 años, recién llegada para dar clase de Dibujo en Nerva, cerró la puerta de su casa, se puso los auriculares y echó a andar. No sabía —nadie lo sabe nunca— que estaba cruzando la línea que separa la rutina de la pesadilla.
Cuando no volvió, se encendieron todas las alarmas: llamadas que no contestaba, un móvil mudo, patrullas y voluntarios peinando cunetas, barrancos y pinares. El Campillo, dos mil almas acostumbradas a reconocerse por el nombre, se llenó de reflectantes, drones, perros y focos. España entera aprendió a pronunciar una geografía mínima: la casa, la pista, el arroyo. Y la espera, de esas que pesan como plomo en el estómago.
Cinco días después, el 17 de diciembre, un vecino localizó el cuerpo de Laura entre jaras y matorral, a unos kilómetros de su domicilio. La autopsia dibujó un relato brutal: agresión sexual, golpes, abandono a la intemperie… y un dato que heló todavía más la sangre—Laura sobrevivió horas tras el ataque, sola, herida, en mitad del monte. La búsqueda terminó; el horror, no.
Las miradas se posaron en el portal de enfrente. Allí vivía Bernardo Montoya, 50 años, recién salido de prisión por un homicidio cometido en los noventa, vecino silencioso que observaba. La coincidencia dejó de serlo cuando el rastro condujo a su coche, a su casa, a sus horarios. El depredador no había venido de fuera: estaba al otro lado del rellano.
Lo detuvieron. Primero habló, luego se contradijo, después intentó desandar sus propias palabras. Pero la escena habló por él: rastros biológicos, vestigios, señalética digital y un itinerario imposible de explicar si no es desde el crimen. Las coartadas se caían como hojas mojadas; la instrucción encajaba piezas con una precisión que no deja respiro.
En noviembre y diciembre de 2021, un jurado popular lo declaró culpable de agresión sexual y asesinato. La Audiencia de Huelva impuso prisión permanente revisable y penas accesorias; en 2022, la condena quedó firme. La justicia puso un punto final jurídico a un relato que, para la familia y para el país, no puede cerrarse del todo.
El caso abrió una grieta incómoda: la de los huecos del sistema ante criminales violentos reincidentes. ¿Qué hacemos con quien sale y vuelve a matar? ¿Qué herramientas de evaluación del riesgo fallaron? La prisión permanente revisable encendió debates viejos y nuevos, pero ninguno devuelve el tiempo ni corrige el minuto exacto en que alguien decide convertir a una mujer en su objetivo.
Laura no solo era una víctima; era una vida en estreno: una plaza interina, una casa nueva, alumnos esperando, una mochila con planes. Su nombre se volvió consigna —en Zamora, en Andalucía, en cualquier plaza donde se repita “Ni una menos”— y su foto, faro: recordatorio de que el trayecto más normal puede esconder un agujero negro si el monstruo decide salir a caminar.
En El Campillo quedaron las marcas invisibles: la pista donde la buscaron, el claro donde la encontraron, el portal que ya nadie mira igual. Cada diciembre, velas y silencios; cada carrera popular, su nombre en una camiseta; cada debate, la misma conclusión amarga: correr no debería ser un acto de valor, ni la libertad un deporte de riesgo.
¿Cómo blindar esos minutos invisibles en los que todo se tuerce sin testigos? ¿Cuántas rutas seguras hacen falta para que ninguna mujer dependa de la suerte de no cruzarse con un depredador? En la linde del pinar donde se apagó el teléfono de Laura, todavía sopla el mismo viento. Lo que cambia —lo que debe cambiar— es lo que hacemos con ese silencio.
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