A la mañana siguiente, la primera grieta: el amigo asegura que Josué nunca llegó. La intuición de una madre se convierte en pánico; la denuncia activa un operativo que crece por horas. La desaparición de un menor en un trayecto corto, entre calles conocidas, pone al pueblo en vilo y a la Guardia Civil en modo contrarreloj.
Comienzan las batidas. Perros, helicópteros, cauces y arroyos, descampados, pozos y naves abandonadas. Se piden cámaras, se rastrean llamadas, se buscan testigos. Ninguna pista útil. Ni rastro del móvil, ni de la ropa, ni de la mochila. Un hueco ciego de metros y minutos se traga a un niño y deja solo silencio.
El caso descarta pronto la marcha voluntaria: Josué no llevaba dinero ni planes propios para alejarse. Se rastrean entornos cercanos, amigos, horarios del instituto, posibles vehículos. Todo devuelve una pared lisa: sin señales de forcejeo, sin huellas, sin una cronología que cierre. La nada se impone como hipótesis.
Trece días después llega el segundo golpe: desaparece su padre, José Monge. Dice que sale a buscarlo y se esfuma sin dejar rastro. El doble vacío multiplica el desconcierto: ¿huida desesperada, suicidio, encubrimiento, tercer actor que borra dos presencias a la vez? La investigación gira sin ancla entre conjeturas.
Las líneas de trabajo se abren en abanico: secuestro oportunista, ajuste de cuentas, fuga inducida, tragedia doméstica con ocultación. Los testimonios, escasos y contradictorios, no cimentan ninguna tesis. Un vecino habla de nerviosismo del padre en un descampado; otro, de gritos en la noche. Nada cristaliza en prueba.
Con el paso de los meses, el sumario acumula folios y frustraciones. Se archiva por falta de indicios sólidos y se reabre más tarde para nuevas diligencias: cotejos, bases de datos, pruebas comparativas. El resultado se repite como un eco: no hay cuerpos, no hay escena primaria, no hay evidencias que resistan tribunal.
La familia de Josué convierte el dolor en insistencia. Carteles, apariciones en medios, llamadas a testigos dormidos por el tiempo. En casa quedan una silla vacía, una cama intacta y la espera como única rutina. En el Juzgado nº 3 de Dos Hermanas, el expediente respira a intervalos, a la espera de una chispa forense.
El caso Josué Monge es ya símbolo de preguntas sin respuesta: la evaporación en trayectos cortos, los “minutos negros” donde la realidad se quiebra, la fragilidad de las primeras horas y la importancia de custodiar cada indicio. Dos desapariciones unidas por sangre y por un silencio que nadie ha logrado romper.
¿Cómo se borran un niño y su padre sin dejar un hilo que tirar? ¿Qué pasó entre la puerta de casa y ese destino que nunca se alcanzó? Mientras no haya verdad, Dos Hermanas seguirá pronunciando dos nombres en voz baja, y este caso seguirá vivo, pidiendo lo único que puede cerrar una pesadilla: saber.
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