Las niñas de Aguilar (1992): la desaparición de Virginia Guerrero y Manuela Torres — autostop, N-611 y un misterio sin final


Aguilar de Campoo, Palencia, 23 de abril de 1992. Día del Libro, cielo limpio y dos adolescentes regresando a casa desde Reinosa (Cantabria). Virginia Guerrero (14) y Manuela Torres (13) caminan juntas, riendo, sin imaginar que esa tarde quedará tatuada en la crónica negra de España como “el caso de las niñas de Aguilar”.

Eran inseparables: compañeras de colegio, confidentes, planes pequeños y futuros enormes. A falta de autobús y con apenas 30 kilómetros por delante, tomaron una decisión cotidiana en los noventa: volver haciendo autostop. La ruta era la N-611, el hilo de asfalto que cosía Reinosa con Aguilar de Campoo.

Una amiga las ve por última vez en el arcén. Un pulgar alzado, un coche que se detiene, una puerta que se abre. Suben. Nadie vuelve a verlas. Desde ese gesto tan breve, la historia se convierte en vacío: no hay más cámaras, no hay matrículas, no hay testigos fiables que dibujen la matrícula de la última oportunidad.


La búsqueda arranca esa misma noche. Guardia Civil, policías, helicópteros, perros de rastreo y cientos de vecinos peinan cunetas, arcenes, fincas, riberas y canteras. Se revisan pozos, casetas y casas deshabitadas. No aparece una prenda, ni una mochila, ni un indicio que permita fijar un punto de no retorno.

Los días se hacen semanas y el caso salta a las portadas. España aprende dos nombres —Virginia y Manuela— y una etiqueta: “las niñas de Aguilar”. Con el tiempo, la esperanza se roe a sí misma. No hay rescate, no hay llamada, no hay cuerpo. Lo más atroz no es la sangre: es la nada.

La investigación abre múltiples líneas: el secuestro oportunista en carretera; la posibilidad de una red; paraderos en provincias limítrofes; cotejos con delincuentes itinerantes. Incluso se explora —y se descarta por falta de encaje probatorio— que Antonio Anglés, el asesino de Alcàsser, pudiera estar relacionado. Décadas después, los agentes reactivan cribas con bases de ADN, revisión de llamadas antiguas y técnicas forenses actualizadas, pero el “clic” definitivo no llega.


Las familias no se rinden. Cada 23 de abril, flores en el punto de la N-611 donde fueron vistas por última vez; una pancarta que no envejece: “Virginia y Manuela, os seguimos buscando”. La frase que repiten, casi rezo: “Alguien sabe qué pasó; lo que no entendemos es cómo duerme”.

¿Por qué no dejó rastro el coche que se detuvo? La N-611 era una vía viva, con tráfico y cambios de sentido, con estaciones y gasolineras cercanas. Bastan unos minutos, una salida secundaria, un mal encuentro. Los “huecos ciegos” de la vida diaria —esos metros sin testigos— pueden tragarse dos biografías enteras.

Hoy, el caso Virginia Guerrero y Manuela Torres sigue oficialmente sin resolver. El expediente respira en hemerotecas, en despachos y en la memoria de Aguilar de Campoo, esperando un hallazgo arqueológico, una confesión tardía, un ADN que cierre el círculo. Si viste algo, si sabes algo, la verdad aún tiene sitio.


Subieron a un coche pensando que las llevaría a casa; el viaje las condujo al olvido. ¿Cuántos secretos guarda una carretera que parece inocente? ¿Cuánto pesa el silencio cuando nadie más recuerda la matrícula que lo explica todo? Virginia y Manuela no son un caso frío: son una promesa pendiente de verdad.

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