Lo que siguió quedó registrado en vídeos de vecinos: golpes, rodillas sobre cuello y espalda, una inmovilización prolongada y desordenada que convirtió una intervención policial en una escena de brutalidad. En los partes iniciales, los agentes hablaron de un “infarto durante la detención”. Las imágenes contarían otra cosa: uso de fuerza excesiva, maniobras asfixiantes y un detenido que deja de responder mientras alguien grita “¡lo estáis matando!”.
La autopsia situó la causa de la muerte en un colapso cardiorrespiratorio asociado al estrés del forcejeo y a la violencia ejercida durante la reducción; la cronología probatoria —vídeos, testigos, lesiones— desmontó la versión de un simple “mal súbito”. El caso incendió Barcelona: de repente, la pregunta no era qué pasó en la calle Aurora, sino cómo era posible que pasara.
La instrucción destapó algo más que golpes. Se documentaron intentos de borrar o inutilizar grabaciones y un relato oficial que trató de encajar donde ya no cabía: el de una detención “proporcionada”. Con el sumario en carne viva, la Audiencia preparó un juicio que iba a ser histórico, por lo que mostraba y por lo que ponía en cuestión: los límites de la fuerza policial en un barrio acostumbrado a la sospecha.
En 2016 llegó el giro: las defensas aceptaron un acuerdo de conformidad. Ocho mossos reconocieron un delito de homicidio por imprudencia profesional (y otros de lesiones y encubrimiento) a cambio de penas inferiores a dos años, indemnizaciones y la suspensión de prisión efectiva. Traducido: culpables, pero sin ingreso en cárcel. El tribunal subrayó el “uso excesivo” de la fuerza y la responsabilidad en la muerte de Benítez.
La sentencia incluyó inhabilitaciones y prohibiciones de volver al servicio operativo mientras duraran las penas; la prisión, sin embargo, quedó suspendida al carecer de antecedentes y ser inferior a los dos años. Para la familia y para el barrio aquello sonó a derrota a medias: se reconocía la verdad de los vídeos, pero no se veía a nadie tras los barrotes.
El Raval no olvidó. En el punto exacto donde cayó Juan Andrés se repiten velas y flores cada octubre. El caso, además, alimentó un debate incómodo y necesario: formación en técnicas de contención, prohibición de maniobras que comprometen la vía aérea, cultura de la rendición de cuentas y preservación de pruebas grabadas por la ciudadanía. Lo que pasó esa noche ya no podía explicarse como “una intervención difícil”; era un espejo.
Con los años, las imágenes siguen circulando en talleres de derechos humanos y facultades de criminología: son la clase que nadie quiere dar. Porque ahí están los segundos en que una actuación se sale de cauce, el momento en que la escala de la fuerza pierde la escala, y el punto exacto en que la vida de un detenido depende de que alguien diga “basta”.
La herida judicial se cerró de manera formal; la social, no. El acuerdo evitó un juicio con relato completo, testigo a testigo, corte a corte. Quedaron preguntas sin respuesta: ¿quién ordenó qué?, ¿por qué nadie interrumpió la maniobra cuando ya no había resistencia?, ¿cómo se blindan, de verdad, los vídeos ciudadanos en una escena caótica?
Juan Andrés Benítez no murió en un callejón oscuro, sino bajo luces azules. Su nombre se convirtió en consigna contra la brutalidad policial y en recordatorio de que “proporcionalidad” no es una palabra para informes, sino una línea que salva vidas. Morir bajo custodia es el fracaso máximo de cualquier sistema. Y lo que no arregla una sentencia, a veces lo corrige la memoria.
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