Víctor Laínez: el “crimen de los tirantes” en Zaragoza (2017) — cronología, móvil y condena definitiva

Zaragoza, 8 de diciembre de 2017. Un bar con música alta, conversaciones cruzadas y una prenda mínima que se vuelve diana: unos tirantes con la bandera de España. Víctor Laínez, 55 años, bebe tranquilo. No busca pelea. A pocos metros, alguien lo mira como si esos colores fueran una provocación escrita en la piel.

La chispa prende en segundos. Palabras cortantes, un paso por la espalda, el brillo metálico de un golpe seco. Víctor cae, el suelo se abre, la noche estrecha el círculo. Lo que sigue ya no es una discusión: son patadas y puñetazos a un hombre inconsciente. Cuando por fin llega el silencio, es un silencio que ya no devuelve a nadie.

El agresor se llama Rodrigo Lanza, 33 años entonces, conocido en el circuito antisistema de la ciudad. No hay robo, no hay ajuste de cuentas: hay una mirada convertida en sentencia, una prenda convertida en pretexto. Víctor agoniza con un traumatismo craneoencefálico del que no regresará. El bar “El Tocadiscos” se queda con un eco que huele a sangre y a hierro.


La ciudad amanece con un nombre y un símbolo. “El crimen de los tirantes”, titulaban los noticiarios, como si cuatro palabras pudieran explicar la geometría del odio. Fuera del foco, un barrio deja flores en una persiana y anota una lección amarga: la distancia entre la idea y el golpe puede ser de un solo paso.

La instrucción reconstruye la escena con cámaras, testigos y tiempos. No fue una pelea: fue un ataque por la espalda a un hombre que no tuvo opción de defenderse. El jurado popular fija dos vectores: ánimo de matar y alevosía. El primer veredicto aterriza en 2020 con una cifra contundente: 20 años de prisión por asesinato agravado. 

La defensa recurre. El caso trepa por las escaleras de la justicia hasta el Supremo, que en marzo de 2022 firma la condena definitiva: mantiene asesinato y alevosía, confirma que Lanza quiso matar, pero borra la agravante ideológica. Resultado: 18 años y medio de cárcel. La etiqueta mediática permanece; la sentencia, no: no hubo delito de odio reconocido en firme. 


Entre titulares y recursos, queda lo esencial: un hombre murió porque otro decidió que una bandera valía más que su vida. No hay metáfora que lo suavice. No hay consigna que lo justifique. El expediente dice “Zaragoza, 2017”. La calle dice “no puede volver a pasar”.

La familia de Víctor pide memoria sin ruido, justicia sin espuma. En cada aniversario, la misma frase susurra por los soportales del centro: “No murió por lo que hizo, murió por lo que alguien creyó ver en él”. Cuando el símbolo sustituye a la persona, la humanidad pierde un rostro y gana una excusa.

El nombre de Rodrigo Lanza seguirá en los sumarios; el de Víctor Laínez, en las velas. Entre ambos, un bar de madrugada convertido en recordatorio: la democracia se defiende también a ras de suelo, donde el desacuerdo no se convierte en patíbulo, donde los colores no pesan más que la carne.

¿Cómo se llega de un vistazo a una tumba? ¿Cuántas veces el odio se disfraza de identidad para pedir sangre? El “crimen de los tirantes” no habla solo de una noche: habla de todos los lugares donde una prenda, una idea o una bandera se usan como coartada para apagar una vida. Y ahí, siempre, la respuesta correcta es la misma: nunca.

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