La escena no encaja desde el principio. El fuego ha corrido demasiado rápido, como si hubiese encontrado camino. No hay explosión de caldera ni cortocircuito evidente. Y la dueña de la casa —Angie— aparece con un relato mecánico: “salí a dar una vuelta, cuando volví la casa ardía”. Lloros, nervios, un guion que pretende cerrar preguntas antes de que empiecen.
La autopsia volteará la historia: Mauricio no murió por el incendio, murió estrangulado. El humo, entonces, era telón; las llamas, coartada. Los peritos de incendios detectan patrones de combustión y restos de acelerante: el fuego fue provocado para simular un siniestro y borrar huellas. El accidente queda fuera de escena: ya no hay duda de homicidio.
La investigación se asoma a los dispositivos. En el ordenador aparecen búsquedas que son un espejo sin benevolencia: métodos para incendios “accidentales”, seguros de vida, muerte sin rastro. En una libreta, apuntes que huelen más a contabilidad que a duelo: deudas, pólizas, “libertad”. La frialdad deja de ser sospecha y pasa a ser indicio.
Los agentes dibujan el motivo: una vida paralela, problemas económicos, una relación sentimental al margen del matrimonio y un seguro que prometía recomenzar. El móvil no es el odio, es la conveniencia. La puesta en escena no busca justicia poética, busca dinero. Y el incendio, una firma en tinta invisible.
Con el círculo forense cerrado, llega la presión judicial. Angie mantiene que se fue en coche, que todo fue mala fortuna y que volvió a tiempo sólo para ver su casa arder. Pero la cronología no la acompaña, las periciales contradicen su relato y la ausencia de duelo verdadero termina pesando tanto como las pruebas materiales.
El juicio, celebrado ante jurado, recorre la cronología minuto a minuto: estrangulamiento previo, acelerante, foco de inicio, búsquedas incriminatorias, pólizas. La fiscal lo resume con una frase que atraviesa la sala: no mató por venganza, mató por dinero. Detrás del llanto hay cálculo; detrás del humo, método.
La sentencia llega en 2013: María Ángeles Molina es condenada por asesinato y fraude a la aseguradora (pena superior a dos décadas de prisión). El veredicto desmonta la máscara de la “esposa devota” y fija en negro sobre blanco la secuencia: primero la muerte, luego el fuego, después la coartada. El apellido mediático se impone: la viuda negra de Alicante.
El caso deja algo más que una condena. Queda la lección forense (el fuego también habla), la alerta sobre la violencia económica que late tras algunos crímenes y la evidencia de que las apariencias —las vidas perfectas de revista— no son blindaje contra el horror. Entre seguros, deudas y pantallas, se planificó una salida que hizo del hogar una pira.
¿Cómo reconocer a tiempo lo que se camufla de amor cuando en realidad es cálculo? ¿Cuántas veces el fuego no oculta, sino confiesa? Mauricio Lázaro no murió en un accidente: lo apagaron antes de encender la casa. Y en esa verdad está el núcleo del caso: planeó su libertad entre llamas; las llamas, al final, iluminaron su culpa.
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