El faro bate de viento y sal; el sumario, de dudas. No hay llamadas, ni cajeros, ni cámaras que reconstruyan el último tramo. La raya del agua devuelve un silencio perfecto. Para la familia, una certeza: María José no se fue. Para los investigadores, una hipótesis que gana peso con cada hora: encuentro concertado, conflicto y ocultación del cuerpo en un entorno conocido por quien la acompañaba.
El foco se posa en Ramiro V. G., cámara de televisión con el que María José había mantenido una relación. Su nombre aparece una y otra vez en las crónicas locales como la última persona que pudo verla con vida. La falta de prueba directa (ni huellas útiles, ni ADN, ni testigos) deja el caso navegando a la deriva durante quince años. Galicia aprende cuánto lastra un expediente sin cuerpo.
Abril de 2011 rompe la inercia: el Juzgado de Ribeira ordena detener a Ramiro y registrar viviendas en Teo. El juez lo envía a prisión provisional por asesinato, apoyado en nuevos indicios hallados en la investigación. En los registros, la Guardia Civil localiza una factura de 12 sacos de cal comprados meses antes de la desaparición, un detalle que, sin ser prueba definitiva, sugiere preparación para ocultar un cadáver. Por primera vez, el caso parece moverse.
Pero sin cuerpo ni rastros materiales que anuden el relato, el impulso se agota. En octubre de 2012, la Audiencia Provincial de A Coruña dicta el archivo provisional y retira los cargos al único imputado: los indicios no alcanzan el umbral probatorio. La familia recurre; insiste en que no es un punto final, solo un paréntesis forzado por la falta de hallazgos. El reloj jurídico queda corriendo.
Años después, los periódicos recuerdan lo esencial mientras la ley hace su trabajo de arena: María José sigue desaparecida; el coche apareció “limpio” junto al faro; y, si no emergen pruebas nuevas, el caso acabará prescribiendo dentro de los plazos marcados tras las últimas diligencias. La declaración legal de fallecimiento en 2020 certifica administrativamente la ausencia, no la verdad de lo ocurrido.
En lo humano, queda una familia que convirtió cada aniversario en llamamiento público: si viste algo en Ribeira–Corrubedo aquellos días de agosto, si recuerdas un Ibiza rojo donde no debía, si escuchaste una conversación que entonces no te pareció importante, habla. Los casos sin cuerpo no se cierran por inercia; se cierran cuando un dato tardío encaja donde antes solo había mar.
Mirado con la distancia de tres décadas, el “caso Arcos” enseña una lección áspera: la primera escena es media investigación. Un coche ordenado, documentación dentro y ningún rastro son casi siempre la firma de quien tuvo tiempo y control. La justicia necesita algo más que intuiciones. Aquí faltó prueba; el resto —dolor, sospecha, memoria— Sobran.
Hoy, Corrubedo ya no es solo faro y espuma cuando su nombre se pronuncia: es también la sombra de un coche que nadie vio llegar y de una mujer que Galicia no ha podido despedir. Si algún día aparece una pieza mínima —un resto, un objeto, una confesión— el resto del engranaje encajará en minutos. Hasta entonces, María José Arcos Caamaño sigue siendo una ausente presente en la costa que se la tragó sin dejar huella.
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