La saponificadora de Correggio: superstición, sacrificios y el sótano donde Leonarda Cianciulli hirvió la culpa



Los vecinos la conocían por su sonrisa y sus buenos modales. En la Italia de entreguerras, Leonarda Cianciulli parecía una madre abnegada, tendera amable y consejera de barrio. Pero bajo esa apariencia se gestaba una fea aritmética de miedo y superstición: una adivina le había pronosticado cárcel o manicomio y la muerte de todos sus hijos. Tras 17 embarazos, solo cuatro sobrevivieron. Para ella, la profecía solo podía romperse con un precio inconfesable. 

A finales de los años treinta, ya instalada en Correggio (Reggio Emilia), Leonarda ofrecía favores “piadosos”: pócimas, lecturas de cartas, promesas de trabajo o de matrimonio. Cuando en 1939 su hijo mayor Giuseppe fue llamado a filas ante la inminencia de la guerra, la obsesión tomó forma: “la vida se paga con vida”. De ahí en adelante, su cocina dejó de ser un hogar y se transformó en un laboratorio del horror. 

La primera víctima fue Faustina Setti, soltera a la que prometió un marido en Pola. Leonarda la convenció para escribir cartas que se enviarían ya “desde el destino”, así su familia no sospecharía. En la despedida, le ofreció vino, la mató con un hacha y, según su propia declaración, hirvió el cuerpo con sosa cáustica hasta reducirlo a una pasta que vertió en cubos y arrojó al desagüe. Con la sangre hizo galletas “crujientes” que sirvió a las visitas… y a su propio hijo. El detalle macabro no es leyenda urbana: figura en su declaración oficial y fue recogido por la prensa de época. 


Repitió el método con Francesca Soavi, a quien prometió empleo en una escuela de Piacenza. De nuevo, cartas de despedida, vino drogado, hacha, caldero y sosa. El 5 de septiembre de 1940 culminó ese segundo crimen. La economía también contaba: cobró dinero y alhajas a cambio de sus falsos “servicios”. La superstición, en su cocina, tenía tarifa. 

El tercer paso fue el que la delató: Virginia Cacioppo, viuda y ex soprano, más visible socialmente que las anteriores. Le prometió un puesto como secretaria de un “impresario” en Florencia. El 30 de septiembre de 1940, Virginia entró en la casa de Leonarda y no salió. Esta vez, la asesina alabó la “calidad” de la grasa de la víctima para hacer jabón cremoso, incluso añadió colonia para perfumarlo. “Los pasteles también quedaron mejores”, dijo. Era la autosatisfacción criminal puesta por escrito. 

La desaparición de Cacioppo activó alarmas. Su cuñada Albertina Fanti la vio entrar en la casa de Cianciulli y nunca salir. La policía abrió una investigación, registró el domicilio y, ante la sospecha de que Giuseppe podía estar implicado, Leonarda confesó con detalle para exculpar al hijo: describió cantidades, procedimientos y hasta utensilios, como la cucharón de cobre con el que “desnataba” la grasa de los calderos. La escena es conocida gracias al reportaje de TIME en 1946. 

El juicio se celebró en Reggio Emilia (1946). Lejos del arrepentimiento, Leonarda corrigió al fiscal desde el estrado como si afinara una receta. El veredicto fue taxativo: 30 años de prisión y 3 años en un manicomio criminal (la famosa fórmula italiana de “30 + 3”). Murió en Pozzuoli en 1970. Parte de los instrumentos del caso —incluido un caldero— terminaron expuestos en el Museo Criminológico de Roma. 

La leyenda negra se alimentó de sus propias palabras: no solo habló de jabón; también dejó por escrito cómo secaba la sangre en horno para molerla y mezclarla con harina, azúcar, chocolate, leche y huevos. La estupefacción pública no ha cesado, pero la literatura académica lleva años separando mito y archivo: estudios estilométricos han analizado su manuscrito de confesiones y documentos procesales, arrojando luz sobre su pensamiento mágico y la construcción de su figura en los medios. 

En lo íntimo, la aritmética de Leonarda fue la de una madre aterrada que convirtió la superstición en método: víctimas seleccionadas entre conocidas del barrio, una coartada epistolar para borrar su rastro, el caldero como disolución literal de la culpa y el jabón como perverso acto de limpieza. No hay justificación psicológica que neutralice la responsabilidad penal; sí hay, como han señalado los jueces, un rastro claro de planificación y aprovechamiento económico. 


Correggio nunca olvidó a la “Saponificatrice”. El caso sigue incómodo porque subvierte imágenes que reconfortan: la madre protectora, la vecina confiable, la cocina como refugio. Aquí, la cocina fue un altar y la maternidad, coartada. Dijo que lo hacía por amor a su hijo; pero el amor que sacrifica a otras no es amor: es poder con incienso de superstición. Y huele —todavía— a sangre hervida. 

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