Era julio de 2014 en la costa búlgara. Lars Mittank, alemán de 28 años, había volado con amigos a Golden Sands para una semana de playa barata y noches largas. Nada extraordinario: cerveza fría, música alta, promesas de volver con anécdotas y fotos. Hasta que una pelea tonta —fútbol, orgullo y alcohol— le dejó el oído dolorido y la prudencia del médico: mejor no volar todavía. Sus amigos regresaron; él se quedó solo, esperando sanar. Y ahí, justo ahí, empezó la grieta.
Desde ese punto, todo lo que sabemos se cuenta con frases cortas y miradas al retrovisor. Lars cambió de alojamiento, dijo a su madre por teléfono que lo seguían, que lo vigilaban hombres sin nombre. Hablaba en susurros, desconfiaba de todo, pedía que le cancelaran las tarjetas por si le habían “clonado” los datos. Ese miedo —raro, súbito, pegajoso— fue creciendo como una sombra que no se aparta ni a pleno sol.
El plan, en teoría, era simple: volver a casa. El 8 de julio se presentó en el aeropuerto de Varna con billete en la mano y una sola condición por cumplir: que el médico del aeródromo le diera el visto bueno para volar con el oído tocado. Entró en la consulta, esperó unos minutos y entonces ocurrió lo improbable: salió de allí como si lo persiguiera un incendio. Nadie sabe qué oyó, qué vio o qué creyó ver.
Las cámaras de seguridad lo captaron en secuencia: camiseta amarilla, pantalón corto, mochila. Primero apura el paso, luego corre, después corre más. Cruza vestíbulos, atraviesa puertas, abandona el equipaje, sale al aparcamiento, salta una valla de más de dos metros y desaparece campo a través. Descalzo. En pleno verano. Un trazo de tinta amarilla que se pierde en un mar de espigas.
La búsqueda fue inmediata y, al mismo tiempo, inútil. Patrullas, perros, drones, batidas. Ni rastro de la mochila, ni ropa, ni documentos. El terreno, abierto y traicionero, devoró pistas como si nunca hubieran existido. Bulgaria se quedó sin respuestas; Alemania, sin un hijo; internet, con un vídeo que aún hoy hiela la sangre por lo cotidiano de su primera escena y lo inverosímil de la última.
Desde entonces, las hipótesis se amontonan como maletas en una cinta que no se detiene. ¿Un episodio psicótico breve, precipitado por dolor, estrés o medicación? ¿Un pánico irracional que se volvió brújula? ¿Un peligro real, hombres de verdad detrás de la paranoia? ¿Un accidente en el campo, una caída, un desmayo bajo un sol que no perdona? Cada teoría parece razonable hasta que choca con la misma pared: la ausencia de pruebas.
Lo que sí hay es un rastro de llamadas a la madre, Sandra: susurros, latidos, frases rotas que pedían volver a casa “ya”. Lo que sí hay es el gesto final —la carrera, la valla, el trigo— y un país que buscó sin encontrar. Lo que sí queda es ese aeropuerto, donde miles de viajeros cruzan cada día sin saber que, en ese mismo suelo, una vida cambió rumbo para siempre.
Con los años, su caso se convirtió en leyenda de foros y documentales. La última imagen de Lars es ahora una postal oscura de la Europa veraniega: un turista ordinario que se diluye fuera de foco. La policía búlgara mantiene el expediente; su familia, la esperanza; y las redes, el eco: ¿alguien lo ha visto?, ¿alguien recuerda algo?, ¿alguien sabe por qué corrió?
La historia de Lars es, también, una advertencia sobre lo frágil que puede volverse la realidad cuando el miedo entra en la habitación. Porque a veces no hacen falta callejones ni monstruos para perderse: basta una consulta, una sospecha que crece, un latido que se acelera… y un aeropuerto que se queda mirando cómo alguien sale por una puerta que no conduce a ninguna parte.
¿Cómo se explica que un hombre cruce descalzo una valla y se evapore a pleno día sin dejar ni una hebra de hilo a la que agarrarse? ¿Y cuántas verdades se quedan atrapadas en el minuto exacto en que la cámara deja de verlo y el campo, indiferente, se lo traga?
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