Poco después de las diez, un coche se detuvo frente al local. Cuatro jóvenes entraron enmascarados y vestidos de negro. Uno de ellos, Luis Merino Pérez, tenía 25 años y vestía uniforme de la Guardia Civil. Abrieron fuego sin preguntar nombres. Una bala de 9 mm Parabellum —munición de uso policial— atravesó el cuerpo de Lucrecia. Otro hombre resultó herido. Los atacantes huyeron dejando tras de sí el estruendo de los disparos y un silencio que pesaría durante décadas.
La investigación avanzó con una rapidez poco habitual para un crimen cometido en la oscuridad de una ruina. En menos de dos semanas, la Guardia Civil detuvo a Merino y a tres menores —Javier Quílez, Felipe Carlos Martín y Víctor Flores— que lo acompañaban aquella noche. El arma y la balística cerraron el cerco: una pistola STAR y una marca microscópica en la uña extractora conectaron al agente con el asesinato. El móvil ideológico apareció como un reguero ya encendido: pintadas y panfletos de ultraderecha llevaban tiempo caldeando el barrio.
No fue un robo. No fue un ajuste de cuentas. Fue racismo. Aquella noche quedó fijada en la memoria pública como el primer asesinato racista reconocido judicialmente en la España democrática, un punto de no retorno que obligó a mirar de frente el odio que crecía en la sombra. La conmoción encendió marchas, vigilias y declaraciones institucionales que hablaban, por fin, de xenofobia sin eufemismos.
La prensa radiografió el caso con una mezcla de estupor y pedagogía cívica: se contaron los detalles del lugar, las dinámicas de exclusión que habían expulsado a personas migrantes a refugios improvisados, y el caldo de cultivo de extrema derecha de comienzos de los noventa. La historia de Lucrecia se contaba junto a la de un barrio partido entre la convivencia y la hostilidad, en una España que había pasado de emigrar a recibir inmigración.
La justicia llegó con nombres y penas concretas. El 6 de julio de 1994, la Audiencia Provincial de Madrid impuso 54 años de prisión a Luis Merino por el asesinato de Lucrecia y el intento de asesinato de otro inmigrante; sus tres acompañantes recibieron 24 años cada uno. El fallo sumó 126 años de condena, declaró al Estado responsable civil subsidiario y fijó una indemnización para la hija de Lucrecia. Fue la primera sentencia en España que condenó un crimen racista con ese reconocimiento expreso.
Treinta años después, el recuerdo de Lucrecia siguió moviendo conciencias. Aravaca ha celebrado actos vecinales de memoria, y el Ayuntamiento de Madrid acordó la instalación de una escultura en su honor, recordando a la “primera víctima de xenofobia reconocida oficialmente” en el país. La memoria, cuando se sostiene en nombres y fechas, también construye prevención.
En el terreno cultural, su historia no se apagó. Canciones, reportajes y, más recientemente, una serie documental han devuelto al centro la importancia de nombrar el odio para combatirlo. En 2024, RTVE y otras plataformas revisitaron el caso y su contexto: la presencia de grupos neonazis, la implicación de un agente del Estado, el estallido social que siguió y el papel de la justicia en fijar límites. La memoria audiovisual permitió a nuevas generaciones entender por qué aquella bala nos concernía a todos.
Pero más allá de titulares y sentencias, queda la vida de una mujer. Lucrecia había llegado a Madrid poco más de un mes antes del crimen. Era madre, trabajadora, y estaba en un lugar inhóspito porque la precariedad la empujó a cobijarse donde pudo. Convertir su biografía en símbolo es necesario para no repetir los hechos, pero no debe borrar su humanidad: sentada alrededor de una vela, compartiendo cena y palabras, era, ante todo, una persona que buscaba un futuro.
El Four Roses fue demolido. El barrio cambió. España también. Pero la pedagogía de esta historia sigue vigente: el racismo no se combate con silencios ni con negaciones; se enfrenta con educación, con políticas públicas y con una justicia que nombre las cosas por su nombre. Cada aniversario en Aravaca devuelve la pregunta esencial: ¿qué hicimos, qué estamos haciendo hoy, para que ninguna otra Lucrecia tenga que ocupar su lugar en la memoria?
Cuando cae la noche y el aire humedece las calles, Aravaca ya no es la misma. Tampoco quienes recuerdan aquella fecha. El caso de Lucrecia Pérez obligó a España a mirarse en un espejo incómodo y a reconocer el dolor de quienes buscan un hogar lejos del suyo. No fue una bala perdida. Fue un disparo que despertó conciencias, y que aún nos pide responsabilidad.
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