Nahir Galarza y el crimen de Gualeguaychú: dos disparos, una confesión y una condena que marcó a la Argentina



La madrugada del 29 de diciembre de 2017, en una calle silenciosa de Gualeguaychú, dos detonaciones quebraron el aire espeso de fin de año. Fernando Pastorizzo, 20 años, cayó junto a su moto; no faltaba nada salvo su futuro. Horas más tarde, su exnovia, Nahir Galarza —19—, entraría a una comisaría y pronunciaría una frase que haría temblar al país: había sido ella. Ese punto de partida, entre la frialdad de una confesión y el desconcierto de una historia de amor tóxica, desataría uno de los casos criminales más mediáticos de la Argentina reciente. 

La escena del crimen tenía una lectura brutal: Pastorizzo recibió dos disparos de un arma de fuego y fue hallado al lado de su motocicleta, sin señales de robo. Minutos antes, lo habían visto en moto con Nahir. Tras despedirse, ella regresó caminando a su casa. A la mañana siguiente, cuando el cadáver fue encontrado, en sus redes apareció una foto de ambos con un texto afectuoso: un gesto que los investigadores enmarcaron como parte del desconcertante vaivén emocional que rodeaba a la pareja. 

La pistola homicida pertenecía al padre de Nahir, un agente de la Policía de Entre Ríos. Era un arma reglamentaria 9 mm —identificada en el proceso como una Browning semiautomática— que, según la propia Nahir, tomó sin autorización, llevó con ella y luego devolvió al mismo lugar de donde la sustrajo. Ese dato activó una investigación administrativa sobre el policía por el descuido del arma de servicio. 




La primera versión de Nahir fue diáfana: “fui yo”. Se presentó con el arma y admitió haber disparado. Pero el relato mutó: habló de un accidente, de un forcejeo, de que los tiros se escaparon, y más tarde sostuvo que actuó bajo un contexto de violencia. La causa, con pericias balísticas y reconstrucciones, fue descartando el accidente: el patrón de disparo, la distancia y la mecánica del arma apuntaban a una ejecución consciente. 

Mientras el expediente avanzaba, el país siguió el caso como una serie en tiempo real: titulares, móviles en la puerta de tribunales, análisis de forenses y psicólogos. La relación entre Nahir y Fernando emergió como un vínculo intermitente, posesivo y plagado de celos. La pregunta que flotaba —¿maltrato, manipulación, obsesión?— alimentó el debate público, pero la justicia fijó su mirada en la evidencia dura: dos disparos, arma reglamentaria, ausencia de robo, huellas de decisión. 

El 3 de julio de 2018, el Tribunal de Juicio y Apelaciones de Gualeguaychú declaró a Nahir Galarza autora penalmente responsable de homicidio calificado por el vínculo —contra una persona con quien mantuvo relación de pareja— y la condenó a prisión perpetua. En los fundamentos, los jueces rechazaron la tesis del accidente y consideraron probado que Galarza tomó el arma, buscó a Pastorizzo y efectuó dos disparos. Fue, con 19 años, una de las condenadas a perpetua más jóvenes del país. 




Tras apelaciones ante el Superior Tribunal de Justicia de Entre Ríos y recursos extraordinarios, la condena quedó firme. El 2 de julio de 2024, la Corte Suprema de Justicia de la Nación rechazó la queja y dejó sellada la perpetua por homicidio calificado por el vínculo. La sentencia llegó cuando el caso volvía a ocupar la pantalla con nuevos documentales y ficciones, confirmando que la dimensión mediática no alteraba el veredicto judicial. 

Hubo un giro inesperado en 2022: desde prisión, Nahir acusó a su padre de ser el verdadero autor del crimen. Su abogada radicó la denuncia, pero los fiscales no hallaron sustento para reabrir la escena ya juzgada; los elementos objetivos del expediente —balística, trayectorias, contexto— siguieron apuntando a Galarza. La versión quedó como una pieza más del ruido que rodea al caso, sin impacto en la firmeza de la condena. 

A la par de la causa, el eco cultural amplificó a Nahir como figura de controversia: entrevistas desde el penal, especiales televisivos y, en 2024, una película inspirada en los hechos. La notoriedad pública de la protagonista y el magnetismo de la trama —amor, celos, arma policial, dos disparos— volvieron al caso un fenómeno pop que obliga a distinguir entre la justicia de los tribunales y el juicio del espectáculo. 

El nombre de Fernando Pastorizzo, en medio del torbellino, sostiene el centro moral de la historia. Tenía 20 años, una vida por delante y una muerte que se explica por la suma letal de impulsividad y violencia. La crónica del caso no es solo una línea de tiempo judicial: es también un retrato incómodo de cómo los vínculos se degradan, de las señales que se ignoran y de lo que ocurre cuando un arma irrumpe donde antes hubo una pelea. 




Hoy, con la perpetua confirmada, el expediente jurídico está cerrado y la discusión social sigue abierta. ¿Qué aprendimos sobre la prevención de la violencia en relaciones jóvenes? ¿Cómo se interviene a tiempo cuando un vínculo deja de ser amor y se vuelve control? El caso Nahir Galarza —Gualeguaychú, diciembre de 2017— deja una certeza: el amor no se mide en disparos, y ningún relato mediático debe desdibujar la verdad que fijaron las pruebas. 

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